viernes, 23 de febrero de 2007

VIEJOS VECINOS

En la esquina de Mendoza y Avalos han construido un edificio de doce pisos sobre el terreno donde estuvo abandonada durante muchísimos años la casa de Don Manuel. También se construyó un garage sobre el terreno del vivero que daba a Mendoza y, sobre el lote de Bauness que hacía martillo con aquel, un edificio tan alto que me privó del mínimo de sol necesario para que mis plantitas sobrevivieran en el patio. Al lado, donde vivía el Dr. Cordero, una viejísima casa chorizo, se levantó también un edificio de departamentos.

Cuando mis hijas eran pequeñas, pasaban la mayor parte de su tiempo libre jugando con sus amiguitos en el zaguán o en la vereda. Su vida era muy diferente de la de los niños de hoy, sobrecargados de obligaciones, esclavizados por la computadora, la televisión y los juegos electrónicos; privados por razones de seguridad de compartir con sus vecinos el mundo que se extiende más allá de la puerta de sus departamentos.

Don Manuel era un anciano ciego que salía todas las mañanas a dar una vuelta a la manzana y se detenía a conversar en la puerta de casa con mis chicas y sus amiguitos, Dany, Ricky, Horacio y algún otro de los alrededores. Ellos se mostraban cariñosos con el viejecito y fueron sus amigos hasta que murió.

Nuestro edificio, en la esquina, estaba rodeado por el vivero de Celestino, Pepe y sus hermanos, cuyo cerco de glicinas al llegar la, primavera perfumaba toda la cuadra. La madre de los laboriosos jardineros solía sentarse a la puerta y desde allí cuidaba a los chicos que jugaban.

Una vez un exhibicionista se presentó frente a mi hija Cris, que tendría entonces unos diez años,. No dudó la buena señora en llamar a Pepe, quien salió armado de una escopeta y lo persiguió por varias cuadras.

El apellido del Dr. Cordero parecía haberle hecho elegir su profesión. Era veterinario, o por lo menos así se lo consideraba en el barrio porque no solo atendía las nanas de las mascotas de los vecinos, sino también, muy cariñosamente, a los pajaritos que le llevaban los niños y que casi siempre eran los que habían encontrado caídos en la calle.

No quiero tampoco olvidarme de Carlota y Walter, los padres de Dany y Ricky, que vivían en el primer piso de nuestro edificio. Ella fue una excelente amiga que recuerdo siempre con afecto.

Un buen día resolvió que como su hermana se acababa de operar de un cáncer de pecho, ella padecía la misma enfermedad. Fue inútil que todos los estudios resultaran negativos. Se obstinó en contradecir a los médicos y asegurar que realmente tenía su cáncer. Unos meses más tarde logró demostrar que no estaba equivocada, con el resultado fatal que era de esperar.

Walter era un sastre nacido en Alemania y dotado de un elevado nivel cultural, que nos deleitaba, a través de la ventana que daba a nuestro patio, por el gusto exquisito con que elegía la música clásica que gracias a él escuchábamos.

Por mi sentimiento de pertenencia al barrio, de solidaridad con quienes lo compartían, recuerdo melancólicamente una forma de vida que inútilmente añoro. No me quejo por cierto de los vecinos actuales, pero la relación con ellos es mucho más distante, talvez porque el ritmo acelerado de la vida actual ha multiplicado tanto nuestras obligaciones que ya no disponemos de tiempo para ocuparnos de los que nos rodean.

viernes, 16 de febrero de 2007

RICARDO ROJAS

Tal vez ya no seamos muchos los que recordamos la figura de aquel gran escritor que fue Don Ricardo Rojas, que fue mi profesor de Literatura Argentina cuando yo era muy joven y él ya un anciano

Un Día del Maestro se realizaba un acto, frente al monumento a Sarmiento en el Parque Tres de Febrero. Participaba la Federación de Profesores Diplomados, ante la cual yo era delegada del Colegio del Graduados de Filosofía y Letras.

Dos compañeros y yo fuimos los encargados de llevar hasta el acto al Dr. Rojas en un automóvil destartalado que no sé quién había conseguido. Tuvimos que esperar largo rato en su casa (ahora museo) que se acicalara.

Finalmente partimos y mientras nos dirigíamos adonde iba a pronunciar su discurso y enterado el eminente político de mi modesta profesión, me increpó:

-Si es Ud. profesora de castellano, ¿por qué no se ocupa de que se deje de usar en las cartas oficiales o privadas la frase “Hago propicia esta oportunidad para...”? Las oportunidades no pueden hacerse propicias, lo son o no lo son.

Por supuesto me abstuve de aclararle que la frase de marras hacía mucho que era una antigüedad, y al llegar a destino nos encontramos frente a un espectáculo aterrador: a poco de comenzar, el acto había sido invadido por una patota de jovencitos rosistas y nazi-onalistas que agredían violentamente a la pacífica concurrencia con cadenas y palos. Muy pocos atinaban a defenderse, pues en su mayoría concurrían a estos homenajes maestras y escolares.

Nuestro coche se detuvo cerca del desorden y nos quedamos mirando azorados el espectáculo sin saber qué hacer, pero el Dr. Rojas nos asombró con su coraje. Bajó del auto y sin decir palabra se dirigió, apoyándose en su bastón, a lo más enrevesado de la pelea...

Fue tan impresionante su actitud y tanto sorprendió a los agresores que ninguno se atrevió a tocarlo mientras los zamarreaba y los instaba a abandonar la violencia. Inmediatamente bajaron sus armas y se marcharon con la cola entre las patas.

En contradicción con lo que antes había afirmado, él hizo propicia esa oportunidad para impartirnos su lección: no dejarnos dominar por el miedo y enfrentar a los violentos que nos atacan cobardemente.

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UN PAPELÓN

Leí en el suplemento de cultura de La Nación la elogiosa reseña de un libro de cuentos publicado por un importante poeta y escritor. La fotografía del autor que la ilustraba reflejaba los años transcurridos desde la época en que él y yo formábamos parte de un grupo que dirigía, o pretendía dirigir, los destinos del Colegio de Graduados y de nuestra facultad. Recordé entonces la siguiente anécdota: Se festejaba el cumpleaños de una de nuestras compañeras y, cuando la reunión no podía ser más cordial y divertida, el que llegaría a ser académico se dirigió a mi marido, único de los presentes que no lo conocía y a quien por lo tanto nunca había podido detener (como muchas veces a mí) para recitarle sus poemas en plena calle Florida . - ¿Le parece que hay ambiente como para un cuento? - le preguntó a boca de jarro. - Por supuesto - contestó el muy ingenuo, creyendo que se trataba de un chiste o de un cuento verde. Ni corto ni perezoso, el futuro genio de las letras extrajo de su portafolios un grueso fajo de manuscritos y nos endilgó la lectura de una aburridísima e interminable narración. En cuanto terminó, guardó sus papeles, se levantó y se fue. Nunca volvieron a invitarnos a una de esas fiestas.
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jueves, 15 de febrero de 2007

GENTE QUE CONOCÍ

Allá por 1945, para pagarme mis estudios y contribuir al presupuesto familiar, trabajaba como taquidactilógrafa -¡qué antigüedad!- en una filial de Bunge & Born. Entre mis compañeros figuraba el que había de ser distinguido actor director teatral, Onofre Lovero, quien a nuestros veinte años ya era un gigante en más de una de las acepciones de la palabra.

Era la época de la lucha contra la dictadura que aspiraba a perpetuarse a través de la candidatura presidencial del entonces coronel Perón. Como estudiante afiliada a la F.U.B.A, mi participación consistía en salir, luego de mis ocho horas diarias de trabajo, a marchar y gritar consignas en las manifestaciones relámpago, vender periódicos partidarios por la calle Florida, pegar obleas, etc. En esas tareas a menudo tenía que salir corriendo perseguida por los matones aliancistas o la policía, aunque nunca me alcanzaron. Me acompañaban a veces algunos compañeros de trabajo que compartían mi juvenil entusiasmo,

Una tarde fuimos, Onofre Lovero, otro muchacho y yo, a dar nuestro aliento a los estudiantes que habían tomado la facultad. Estábamos desafinando el Himno Nacional frente al viejo y querido edificio de la calle Viamonte cuando se oyó una clarinada y un grito: “¡La montada!”.

Lo próximo que supe fue que estaba a cuatro cuadras de allí, sostenida todavía en el aire por mis compañeros. No recuerdo si les di entonces las gracias a mis salvadores. Si no lo hice, valga este recuerdo como testimonio de mi reconocimiento.

En esas andanzas trabé amistad con varios compañeros de estudios que más tarde se destacarían como intelectuales. Uno de ellos era Abraham Haber, que habría de distinguirse como crítico de arte y una de cuyas anécdotas se hizo famosa.

En una ocasión en que nos perseguía la policía, acertó a refugiarse en la gran tienda Gath & Chaves, en Florida y Sarmiento. Intentando pasar desapercibido, se acercó a un mostrador y se quedó un buen rato fingiendo que elegía una camisa. Cuando creyó que había pasado el peligro, salió tranquilamente a la calle, sin darse cuenta de que todavía tenía en la mano un revólver.

Rubén Morgado no encontró nada mejor que entrar en la Facultad con una bomba Molotov y arrojarla por una ventana en la biblioteca. Por suerte alcanzaron a apagar el fuego sin que hubiera grandes daños y lo instalaron en la cárcel de Devoto.

Allí fuimos a visitarlo con un par de amigas, las hermanitas Biojout. Pasamos por una rigurosa requisa y pudimos conversar con él rejas mediante. Nos señaló a su alrededor a varios notorios ladrones y homicidas que compartían sus obligados días de descanso. Fue la primera y última vez que entré en una cárcel.

martes, 6 de febrero de 2007

UN ECONOMISTA

El Profesor Juan Manuel Sastre era uno de los colegas con quienes compartíamos interesantes conversaciones después de largas y fatigosas horas de cátedra en el Instituto Estrada, a la salida del turno tarde.

Nos reuníamos alrededor de las seis de la tarde un grupo bastante heterogéneo, siempre en la misma mesa del café de los Kochi, (unos japonesitos, alumnos y ex alumnos del colegio). Sastre pedía su café, no con el gesto habitual sino con la siguiente definición: “Un brebaje oscuro y sin gusto en taza chica”.

Una tarde nos contó que en una conferencia, un economista norteamericano se había quejado de que en su país se estaba haciendo habitual que después del trabajo los oficinistas perdieran su tiempo en los cafés. El le preguntó cuánto tiempo perdían y le respondió que en promedio 20 ó 30 minutos. En el momento en que nos lo contaba eran las 9 de la noche y seguíamos charlando tranquilamente.

Cuando era directora, se me presentaron sus alumnos a protestar porque los había insultado. Se había tomado el trabajo de calcular cuánto de los impuestos que aportábamos los ciudadanos invertía el estado en el intento de educarlos e instruirlos. En conclusión, los había declarado unos parásitos porque no se les daba la gana de estudiar.

A pesar de que busqué el diccionario para demostrarles que ese no era un insulto tan grave, teniendo en cuenta que la mayoría estaban aplazados, como no se conformaron les prometí hablar con el profesor. En cuanto me encontré con él le dije: “Por favor, Sastre, la próxima vez no les diga parásitos a sus alumnos, dígales boludos porque eso lo van a entender perfectamente".

Todos respetábamos sus amplios conocimientos adquiridos en la Facultad de Ciencias Económicas, a pesar de que nunca terminó de elaborar su tesis doctoral, y a menudo le pedíamos su opinión sobre las desastrosas políticas económicas que soportábamos.

Vivía en la casa ruinosa donde había nacido, con una hermana que dependía totalmente de él y solo se le conocía un noviazgo frustrado al cabo de varios años, de modo que podría haber sido el protagonista del cuento “Casa Tomada” de Cortázar. pero su final fue más trágico.

La última vez que tomamos un café, estaba terriblemente angustiado. Era la época de crisis llamada el Rodrigazo por el apellido del ministro de Economía, responsable de una pavorosa inflación durante la presidencia de Isabelita, hace 30 años. Lagrimeando, me preguntaba cómo podría sobrevivir con el magro salario que recibíamos por nuestro trabajo , del que nos descontaban un porcentaje para los gastos del instituto y con el que a menudo pagábamos el transporte de algunos alumnos que de otro modo no podían seguir asistiendo a clases.

Pocos días después, al regresar de un breve viaje, me enteré de que se había rociado con combustible y salido en llamas a la calle, a la manera de los monjes bonzos que en esa época se suicidaban, como él lo hizo, para protestar contra las injusticias de que eran víctimas.