jueves, 25 de enero de 2007

EL PASO POR LA fACULTAD

Ya bachiller, me propuse llegar a ser escritora. Desde que a los siete años la revista infantil ”Marilú” me publicó un cuento (muy elogiado por mi familia), habían surgido mis aspiraciones literarias, incrementadas por los elogios que merecieron mis composiciones escolares Lo que parecía más lógico, era el ingreso a Filosofía y Letras, de donde se suponía que había de egresar con la capacidad de crear obras trascendentales

Al respecto, en “La Nación” del 23/1/2003, el poeta colombiano Juan Gustavo Cobo Borda dice:

“Lo que menos tiene que ver con la literatura es la Facultad de Filosofía y Letras. Porque empiezas a dar vueltas a ver qué tienes que hacer con Garcilaso. .¡Y no tienes que hacer nada, sólo tienes que leer a Gracilaso!”

Muy inteligente observación con la que, décadas antes de conocerla, coincidí en mi vida profesional, cuando les prohibía a mis alumnos memorizar libros de texto en vez de leer las obras para formar sus propios conceptos.

En mis tiempos lo normal era que las mujeres, al casarse, abandonaran trabajo y estudios para dedicarse exclusivamente al cuidado del nuevo hogar y la nueva familia. Yo nunca fui tan normal. De hecho, el matrimonio no cambió mi status como para liberarme de las ocho horas diarias de oficina, sino que embrolló más aún los horarios y, sobre todo, al ir llegando las hijas, multiplicó las obligaciones. La voluntad de completar mi carrera se mantuvo sin embargo inamovible gracias al apoyo de mi marido que, entre otras cosas, en vísperas de exámenes se levantaba a las tres de la madrugada para cebarme mate.

Estudiando y preparando trabajos en la plaza San Martín o en la sala de espera de la estación Retiro, porque en casa las nenas no me daban tregua y las bibliotecas cerraban temprano, fui aprobando por lo menos una o dos materias por año.

A causa de mi irregularidad y los frecuentes cambios que cada nuevo Consejo Directivo o Interventor introducía en el Plan de Estudios, cuando me inscribí en Literaturas de Europa Septentrional, esta asignatura había pasado de segundo a cuarto año. Los alumnos de segundo la tenían dos años después y los de cuarto ya la habían cursado dos años antes. Por lo tanto, al presentarme en la primera clase de Literatura Alemana, me encontré con que ese año era la única alumna inscripta.

El profesor alemán me dictaba sus sesudas explicacionescon un cerrado acento que las hacía ininteligibles. Cuando él se sonreía, yo también me sonreía y si se ponía serio fruncía el entrecejo; pero no entendía nada. Por suerte, al terminar cada clase me obsequiaba sus notas y así pude identificar la bibliografía, incluyendo una historia de Alemania que ostentaba la cruz swastica y un retrato de Hitler en la tapa. Haciendo caso omiso de las connotaciones nazistas de los comentarios literarios, pude preparar el examen final que culminó la aventura con un merecido sobresaliente.

Lo más pintoresco fue que como esperaba mi segundo bebé, un par de meses después tuve que informarle a mi profesor que iba a estar ausente unos días para dar a luz. Fue la primera vez en la historia de la Universidad que un profesor disfrutó de una licencia por maternidad.

Mi timidez congénita, agravada por la admiración infinita que me inspiraban profesores del nivel de Ricardo Rojas, Batistessa o Amado Alonso, mutilaron mis iniciativas y sufrí horrores cada vez que tenía que presentar una modesta monografía o responder a una pregunta. La novelista y poetisa se perdió en la selva de la literatura clásica, como ya se había perdido aquel cuento del que no recuerdo el argumento, aunque creo que trataba de las desventuras de una niña pobre.

Finalmente decidí que no sería escritora ni crítica literaria ni filóloga, sino docente, No me fue difícil, una vez aprobadas varias materias (además de las 32 con que había egresado) ganarme el título del Profesorado en Letras.

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