De mis padres recibí una herencia bastante incómoda. Emilia, mi madre, me legó el rol de mujer fuerte y el sentido de la responsabilidad; mi padre, la incapacidad para alcanzar éxito en todo lo que se relacione con la adquisición de dinero.
Ella tuvo una vida difícil, pero la nuestra es una familia de mujeres fuertes y no solo luchó siempre por los suyos, sino que también prestó ayuda a quienes pudieran necesitarla. Por ejemplo, siendo ya muy mayor, no solo visitaba a la viuda de un amigo de papá llevándole alimentos, sino que hizo complicados trámites ante instituciones de beneficencia para conseguirle la pensión que le permitió vivir sus últimos años sin tantas angustias
Muy pequeña tuvo que dejar la escuela en 2º grado para cuidar de sus seis hermanos, pues su padre había muerto y su madre tenía que trabajar para mantenerlos. Sin embargo, toda la vida fue una entusiasta lectora y adquirió en los libros una cultura autodidacta nada despreciable.
Desde que me acuerdo, en casa se recibían dos periódicos por día, en los que ella leía todas las noticias, hasta los avisos fúnebres y los clasificados. Nunca le faltaba un libro y además de folletines, leía autores como Víctor Hugo, Alejandro Dumas y otros novelistas populares en su época.
Su frustrada vocación era la medicina y a ella le debo no padecer las secuelas de la poliomielitis que padecí desde los tres a los diez años, porque tenía las fuerzas y la paciencia necesarias para llevarme en brazos hasta el Hospital de Clínicas tres veces por semana para un tratamiento de electroterapia.
Cuando ella tenía unos doce años, su hermano Yaco estaba muy enfermo de los pulmones. Vivían entonces en la localidad de Bernal, en una zona de calles de tierra que se hacían intransitables en cuanto caían algunas gotas de lluvia.
Una noche de tormenta el chico se agravó tanto que tuvieron que buscar un médico y luego de auscultarlo el doctor les comunicó que como no podría volver al día siguiente, les dejaría esa noche el certificado de defunción.
Lo tragicómico es que Yaco conservó ese documento histórico hasta su muerte, a los ochenta y tantos años. Claro está que seguramente contribuyó a su supervivencia la atención de su hermanita, con quien viajó a Alta Gracia, en las sierras de Córdoba, donde la pureza del aire aliviaba, y a veces curaba, males como los que el niño padecía.
A los dieciséis años, mucho antes de que se limitara el horario de trabajo a ocho horas diarias, mi madre ya era taquidactilógrafa en una oficina, cosa bastante excepcional a principios del siglo XX, y solo tenía libres las tardes de domingo. A menudo compartía algunas tareas con el cadete, Roberto Noble, quien mucho después fue el fundador y primer director del diario Clarín.
Siempre nos hablaba de su emoción cuando en 1918 la sirena de “La Prensa” anunció el fin de la 1ª Guerra Mundial, o nos describía a Buenos Aires cubierta de nieve por primera y única vez en 1919.
A los 28 años, cuando ya parecía que su destino era convertirse en una solterona, mi abuela usó los servicios de una casamentera, como era costumbre entre las familias judías en esa época, quien le presentó a Marcos, mi papá, que entonces era ganadero en Entre Ríos. Luego de un noviazgo casi enteramente epistolar (yo llegué a leer algunas de esas cartas) se casaron y se instalaron en Concordia.
En 1930, época de crisis, fue mi madre quien afrontó el desafío de mantener a la familia con un modesto comercio de mercería y posteriormente un taller de confección y tejido de ropita para bebés Lo curioso es que ella no sabía coser ni tejer, pero dirigía eficientemente a quienes hacían el trabajo.
Lamentablemente, sus nietos no alcanzaron a conocer a la mujer inteligente, servicial y emprendedora que fue hasta sus últimos años, y solo guardan el recuerdo de una anciana decadente y confundida. Olvidan cuánto contribuyó a cuidarlos y educarlos en su infancia y sólo recuerdan frases que les parecen muy cómicas como este consejo:
-Si alguien que no conocen les ofrece un vaso de Coca Cola, no lo tomen porque pueden haberle puesto un drogadicto adentro.
Por eso, cuando mis hijas dicen: "Como dice mi mamá..." yo tiemblo pensando cuál de las tonterías que habitualmente digo van a recordar ellas y mis nietos cuando ya no esté para corregirlas.
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Mi padre nació en Gomel, cerca de Kiev, hace más de cien años. Era hijo de un rabino a quien solo conocí por un retrato que lamentablemente se perdió en alguna mudanza. Mi segundo nombre, Raquel, es la traducción del de mi abuela paterna.
A principios del siglo XX, papá estudiaba química en la universidad, donde era uno de los pocos judíos que habían logrado ser admitidos. Probablemente el ambiente estudiantil estaba ya agitado por la ideología revolucionaria que años después terminaría con el zarismo. Pero la actividad de la que él se enorgullecía consistía en promover la resistencia contra los pogroms que diezmaban las pacíficas comunidades judías. Para ello se dedicaba a distribuir las armas indispensables para enfrentar a los cosacos. La consecuencia fue un año de cárcel, al cabo del cual huyó de Rusia y atravesó toda Europa hasta llegar a Londres, donde se embarcó para viajar a Buenos Aires en las precarias condiciones que se ofrecían por muy poco dinero a los inmigrantes.
Esta fue la historia que fragmentariamente me llegó a través de los años, pero muchos detalles quedaron sin aclarar y cuando quise saber más sobre su vida y sus aventuras, ya era demasiado tarde.
Uno de esos enigmas es el origen de mi apellido, que aparentemente podría ser húngaro, suizo o francés y no ruso ni hebreo.
Papá viajó a la Argentina con un pasaporte en que figuraba como austriaco y con esa falsa identidad vivió, se casó y la trasmitió a sus hijos. Lamentablemente, el único varón murió a los trece años y solo quedamos mi hermana Vera y yo, de modo que con nosotras desaparecerá nuestro apellido. Por eso, ahora que he tomado conciencia de que no soy inmortal, estoy dejando un poco de lado el apellido de mi marido, que usé durante muchos años como un homenaje a su compañerismo, para retomar el apellido paterno y tratar de darle algún lustre.
Poco después de su matrimonio, se produjo en Entre Ríos una crisis en que la gente de campo soltaba el ganado en los caminos porque valía menos de lo que costaba alimentarlo y trasladarlo a las ferias para su venta. Además, una gran creciente del río Uruguay terminó con todo lo que mi padre había logrado hasta entonces. Perdió su casa, sus animales, hasta sus documentos, y tuvieron que trasladarse definitivamente a Buenos Aires.
Algo después se estableció con una peletería, pero la mala suerte siguió persiguiéndolo. Una noche entraron ladrones y se llevaron todas las pieles, la mayoría de las cuales estaban en consignación y hubo que pagarlas como si hubieran sido vendidas.
Varias veces intentó infructuosamente comercializar las invenciones en que aplicaba sus conocimientos de química. Por ejemplo, elaboró un líquido con que se impregnaba el canevás con dibujos que se adhería a las telas para bordarlas, de modo que luego bastaba pasarle la plancha para pulverizarlo. También elaboró un esmalte para uñas que solamente yo llegué a usar. No obstante, sus amigos lo consideraban un sabio.
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