jueves, 14 de diciembre de 2006

Mi infancia

La mía no fue una infancia feliz porque no existía todavía la vacuna Salk que protege ahora contra la poliomielitis. Las secuelas de esa terrible enfermedad que me afectó siendo muy pequeña no me permitían participar en la mayor parte de los juegos de mis compañeritos. Mi mejor entretenimiento, el que me daba más placer, era la lectura . A los cuatro años aprendí a leer gracias a las historietas y títulos de los diarios y pronto empecé a disputar con mi hermana todos los lunes el Billiken. Los domingos, en cuanto nos despertábamos, corríamos a la cama de mis padres para leer cuentos en el suplemento cultural de “La Prensa”. Los libros que mejor recuerdo de mi infancia son los cuentos de Calleja que se compraban por diez centavos. Poco a poco, mi biblioteca se fue enriqueciendo con “El Tesoro de la Juventud”, “Las Mil y Una Noches”, “La Hormiguita Viajera” de Constancio Vigil e, inolvidable, “Alicia en el País de las Maravillas” de Lewis Carroll, que recibí como premio a la mejor alumna de segundo grado. Alrededor de los seis años, mis hermanitos y yo descubrimos que los regalos de los Reyes Magos eran depositados junto a los zapatitos por nuestros padres. En consecuencia, después de la Noche de Reyes y durante muchas noches, seguimos poniendo los zapatos y siguieron dejándonos lo que podían, casi siempre unos pocos caramelos. Mis padres no solían expresarnos su cariño con caricias y mimos, pero lo demostraron por la educación que nos brindaron a pesar de las dificultades económicas. Papá nos llevaba a menudo al parque y era proverbial su advertencia: “Todo cuesta plata menos las hamacas. ¡Vamos a las hamacas!” El ingreso a la escuela fue el descubrimiento de un mundo que me fascinó. Mis maestras supieron estimular mi afán de aprender. A ellas, sobre todo a las que más me exigieron, les agradezco lo poco que llegué a saber de este complejo mundo en que vivimos. Mi escuela no se parecía a la que disfrutan los niños de hoy. No teníamos biblioteca, ni comedor, ni mucho menos computadoras. En aquellos inviernos, el frío era terrible en las aulas sin estufas, donde tratábamos de escribir con la pluma cucharita mientras los sabañones nos torturaban. De vez en cuando, la maestra nos hacía salir al patio y trotaba un rato con nosotros para hacernos entrar en calor. Luego volvíamos a la heladera y continuábamos la clase. Mi admiración por aquellas abnegadas maestras de la escuela primaria fue sin duda lo que despertó en mí la vocación docente, a la que dediqué lo mejor de mi vida. No recuerdo sus nombres, pero aun puedo ver sus sonrisas, frente a las ocurrencias de un manojo de chiquillos. --ooOoo--

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mami, me encantan tus memorias y creo que son un magnífico legado para tus descendientes. Me encantará seguir leyendo más sobre tus recuerdos.

Cris