Allá por 1945, para pagarme mis estudios y contribuir al presupuesto familiar, trabajaba como taquidactilógrafa -¡qué antigüedad!- en una filial de Bunge & Born. Entre mis compañeros figuraba el que había de ser distinguido actor director teatral, Onofre Lovero, quien a nuestros veinte años ya era un gigante en más de una de las acepciones de la palabra.
Era la época de la lucha contra la dictadura que aspiraba a perpetuarse a través de la candidatura presidencial del entonces coronel Perón. Como estudiante afiliada a
Una tarde fuimos, Onofre Lovero, otro muchacho y yo, a dar nuestro aliento a los estudiantes que habían tomado la facultad. Estábamos desafinando el Himno Nacional frente al viejo y querido edificio de la calle Viamonte cuando se oyó una clarinada y un grito: “¡La montada!”.
Lo próximo que supe fue que estaba a cuatro cuadras de allí, sostenida todavía en el aire por mis compañeros. No recuerdo si les di entonces las gracias a mis salvadores. Si no lo hice, valga este recuerdo como testimonio de mi reconocimiento.
En esas andanzas trabé amistad con varios compañeros de estudios que más tarde se destacarían como intelectuales. Uno de ellos era Abraham Haber, que habría de distinguirse como crítico de arte y una de cuyas anécdotas se hizo famosa.
En una ocasión en que nos perseguía la policía, acertó a refugiarse en la gran tienda Gath & Chaves, en Florida y Sarmiento. Intentando pasar desapercibido, se acercó a un mostrador y se quedó un buen rato fingiendo que elegía una camisa. Cuando creyó que había pasado el peligro, salió tranquilamente a la calle, sin darse cuenta de que todavía tenía en la mano un revólver.
Rubén Morgado no encontró nada mejor que entrar en
Allí fuimos a visitarlo con un par de amigas, las hermanitas Biojout. Pasamos por una rigurosa requisa y pudimos conversar con él rejas mediante. Nos señaló a su alrededor a varios notorios ladrones y homicidas que compartían sus obligados días de descanso. Fue la primera y última vez que entré en una cárcel.
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