Leí en el suplemento de cultura de La Nación la elogiosa reseña de un libro de cuentos publicado por un importante poeta y escritor. La fotografía del autor que la ilustraba reflejaba los años transcurridos desde la época en que él y yo formábamos parte de un grupo que dirigía, o pretendía dirigir, los destinos del Colegio de Graduados y de nuestra facultad. Recordé entonces la siguiente anécdota:
Se festejaba el cumpleaños de una de nuestras compañeras y, cuando la reunión no podía ser más cordial y divertida, el que llegaría a ser académico se dirigió a mi marido, único de los presentes que no lo conocía y a quien por lo tanto nunca había podido detener (como muchas veces a mí) para recitarle sus poemas en plena calle Florida .
- ¿Le parece que hay ambiente como para un cuento? - le preguntó a boca de jarro.
- Por supuesto - contestó el muy ingenuo, creyendo que se trataba de un chiste o de un cuento verde.
Ni corto ni perezoso, el futuro genio de las letras extrajo de su portafolios un grueso fajo de manuscritos y nos endilgó la lectura de una aburridísima e interminable narración. En cuanto terminó, guardó sus papeles, se levantó y se fue.
Nunca volvieron a invitarnos a una de esas fiestas.
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