viernes, 30 de marzo de 2007

FOTOMANÍA

Desde siempre me había gustado sacar fotos con una camarita de esas en las que, apretando un botón, se obtiene una imagen más o menos parecida a cualquier cosa que esté delante.

Así fui registrando algunos paisajes y escenas familiares, hasta que un día, habiendo fotografiado a mis nietos, tuve una desagradable sorpresa al descubrir que los había decapitado.

Entonces decidí que había que estudiar. Conseguí que me prestaran una Péntax del tiempo de ñaupa y después una Canon modelo l959, ambas sin ninguna clase de automatismos, y me inscribí en un curso de iniciación en la Facultad de Ciencias Exactas donde éramos unos veinte jovencitos … y yo. La experiencia fue tan grata que me entusiasmé.

Hice varios cursos de Fotografía Artística con el fotógrafo y pintor Pedro Roth y uno de Antropología fotográfica, siempre con asistencia perfecta y presentando puntualmente los deberes (por ejemplo una investigación de los Hare Krishna), gracias a lo cual llegué a lograr algunas fotos aceptables entre cientos de fracasos.

Varios años de estudios y de quemar rollos, además de varios safaris apasionantes, me fueron acercando a los aspectos técnicos y artísticos del que, se ha dicho, es el arte del nuevo milenio..

Además, mis hijas colaboraron equipándome no sé si por la alegría que me proporcionaban o para que siguiera entretenida y las dejara tranquilas.

Mi primer encuentro con Marta Strasnoy, profesora y organizadora de safaris fotográficos fue motivada por el anuncio de un safari a Carmelo. Me presenté en su estudio antes de la hora convenida y fui recibida por dos personajes encantadores: su mamá y su gato, que me hicieron harto agradable la espera.

Lo que más me impresionó en la entrevista no fue la crítica rigurosa a la que Marta sometió mis fotos, sino la generosidad con que me brindó su enseñanza.

La verdad es que me costó decidirme a hacer el viaje a Carmelo. Pensaba que a mi edad (ya tenía más de 70 años), me iba a sentir como sapo de otro pozo en un grupo del que no conocía a nadie y que seguramente estaría integrado por fotógrafos más jóvenes y expertos que yo. Sin embasrgo participe en el safari y tanto me entusiasmé, que posteriormente mpañó en varias de estas maravillosas expediciones formé parte del cortejo que la acompañó.

El desafío fue encontrar la manera de que ni Martha ni mis compañeros me sobreprotegieran. Me esforcé en seguirles el ritmo y demostrarles que soy una ancianita fuerte y ágil. que puede transitar por algunos terrenos más bien escabrosos. Poco a poco, al reencontrarnos en sucesivas ocasiones, fuimos conociéndonos mejor y mucho disfruté con la compañía de veteranos y principiantes.

Cuando presenté mis fotografías en la primera reunión de evaluación, tanto las mejores como las peores, pude comprender gracias a las observaciones de Martha cuáles eran los defectos que debía corregir. El que seleccionara algunas de ellas para la exposición titulada “Revelamos Carmelo”, que se realizó en junio de l999, fue lo que más me impulsó a perseverar en el intento de perfeccionarme.

Por supuesto Marta sigue dándome con el hacha cada vez que le presento los frutos de mi esfuerzo, no sin explicarme siempre los motivos y darme sus indicaciones, que mucho me ayudaron a progresar en el dominio de este difícil arte.

No solo se exhibieron algunas de mis fotos en sucesivas exposiciones correspondientes a cada uno de los safaris, sino que fui adquiriendo suficiente autoestima (o desvergüenza) como para llegar a organizar un par de muestras individuales.

martes, 27 de marzo de 2007

La medicina y yo - IV

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- ¿LOS OCULISTAS SON SERES HUMANOS?

Hacía ya tres años que no me efectuaba un control oftalmológico y aunque no tenía ningún síntoma salvo algún cansancio después de leer durante cinco o seis horas seguidas o alternando con la televisión y la computadora, decidí visitar a un oftalmólogo de la obra social.

Además, una de las lentes de mis anteojos se había rayado por el contacto con la cámara fotográfica y suponía que la nueva receta tendría alguna diferencia con la anterior.

Lo primero que descubrí fue que ninguno de los oftalmólogos que me habían atendido en otras oportunidades seguía vinculado con la Obra Social y en consecuencia me recibió una doctora que por su aspecto juvenil sospecho que acababa de recibir el título.

Me señaló algunas letras en el famoso cartel, me cambió dos o tres lentes que no mejoraron para nada mi visión y declaró que no tenía nada más que pudiera ayudarme.

Mi pregunta fue por supuesto cómo se solucionaba semejante problema y lo único que faltó fue que me dijera “Vieja de m...”, que era lo que sin duda pensaba, porque de mala manera me dijo:

- ¿Qué pretende a su edad? Usted está perdiendo la vista.

Lástima que cuando me puse mis viejos anteojos comprobé que con ellos veía mucho mejor que con las lentes que me había probado.

Recurrí a una oculista que previo pago de sus honorarios me examinó me encontró una leve opacidad en el ojo derecho y me recetó los anteojos multifocales que seguí usandoaunque después de algún tiempo la opacidad empezó a molestarme y decidí que había llegado el momento en pensar en operar mi mi catarata.

Lamentablemente, a causa del corralito, del corralón y de la devaluación no tuve más remedio que volver a atenderme en mi obra social.

Visité dos o tres veces al cirujano del que me dieron excelentes referencias los numerosos ancianitos a quienes ya había operado, pero en las largas esperas previas le tomé el tiempo y nunca dedicaba más de tres minutos a cada paciente.

El día señalado me pusieron en una canilla y me llevaron al quirófano, tensa y muerta de miedo, porque nadie me había explicado en qué consistía la operación y en cambio me habían hecho firmar una larga lista de las terribles consecuencias posibles.

Los profesionales y auxiliares que allí estaban ignoraron mi presencia y siguieron charlando, bromeando entre ellos y hasta cantando tangos durante un rato que me pareció eterno.

Cuando empezaron a trabajar yo estaba tan nerviosa que no podía abrir el ojo, lo que me valió que el cirujano me gritara varias veces:

-¡Abra ese ojo, mujer!

Finalmente, luego de unos l0 minutos, ya estaba el flamante cristalino dentro de mi ojo y por única despedida le oí decir:

- ¡Que pase el que sigue!

LA MEDICINA Y YO - III

CARA Y CRUZ

En marzo de 2001, poco antes de viajar a Canadá y Alaska, decidí someterme a un control ginecológico de rutina. La idea era que así podría viajar sin preocuparme por mi salud. No resultó como esperaba.

En la mamografía apareció algo fuera de lo normal y me derivaron a un cirujano, el Dr. Krasnov, quien me comunicó que era necesaria una intervención quirúrgica, pero no con tanta urgencia como para sus pender el viaje.

Cuando un mes después me presenté en su consultorio, dispuesta a dejarme sacar ese cachito que molestaba, me encontré con que era mi cirujano quien tenía entonces que hacer un curso en Brasil y demoraría por lo menos otro mes en intervenirme. Me aseguró que podía esperarlo, pero que si lo prefería podía acudir a otro profesional de mi Obra Social.

Lo lamenté mucho porque el doctor me había inspirado confianza, pero como no quería seguir en la incertidumbre por tanto tiempo, acudí a la lista de especialistas y elegí, creo que por su apellido, al Dr. Bustos.

Lo primero que me agradó del Dr. Bustos fue la atención con que me escuchaba, la afectuosa consideración que me brindó y las claras explicaciones que me dio sobre los detalles de la operación que iba a soportar.

Decidí convertirme en su paciente (en todos los sentidos de la palabra) y el resultado fue el hallazgo de un tumor maligno, pero afortunadamente sin metástasis, lo que significa que tuve que aplicarme radioterapia y someterme a controles frecuentes y medicación durante más de cinco años sin que aparecieran nuevos problemas.

Cuento toda esta historia para destacar la excelente atención que recibí por parte de ambos médicos, que demostraron ser no solo excelentes profesionales sino, lo que es aun más importante, seres humanos excepcionales.

Todo lo contrario resultaron en mi Obra Social los trámites burocráticos para autorizar el tratamiento radiológico y la medicación sin cargo. Me hacían ir de una oficina a otra a tres cuadras de distancia en varias oportunidades y con largos intermedios de antesala.

Tuve que llenar y hacer llenar infinidad de formularios, sacar fotocopias en cantidades industriales, aguantar la soberbia con que se me explicaba lo inexplicable en forma confusa y contradictoria, y la falta de respeto y consideración por parte de señoritas que no tenían la menor idea del asunto.

Lo único que yo pretendía era que me devolviesen en servicios una pequeña parte de lo que a lo largo de los años he aportado y sigo aportando, no una dádiva ni una limosna.

Por supuesto Kafka, el genial autor de “El Proceso”, jamás tuvo que realizar trámites en la Obra Social para la Actividad Docente, de lo contrario hubiera escrito una novela mucho más estremecedora.

jueves, 15 de marzo de 2007

LA MEDICINA Y YO - II

DE CÓMO PERDÍ NUEVE AÑOS DE MI VIDA

Supongo que a causa de haber padecido poliomielitis en mi primera infancia, de la que no me quedaron secuelas notables, padezco desde siempre una falta de coordinación muscular que me hace caer de rodillas cada vez que tropiezo, además de no haber podido nunca aprender a bailar. Cuando se lo comenté a mi médica clínica, me recomendó ver a un neurólogo porque podía haber algún problemita circulatorio.

Obediente como soy, acudí a un neurólogo prestigioso, quien luego del electroencefalograma (vaya palabra compuesta) me dijo que no había nada importante pero que me iba a recetar un vasodilatador cerebral y que volviera a verlo un año después.

Empecé entonces a consumir Angiolit, que era el remedio que pedían en la farmacia un montón de ancianitas, y antes de cumplir el año empezaron a castañetearme los dientes y a padecer una espantosa depresión. No podía concentrarme en la lectura, que había sido hasta entonces no solo mi herramienta de trabajo sino también mi mayor fuente de placer. Nunca había tenido problemas de conducta en mis clases, pero los chicos se daban cuenta de que por momentos no sabía cómo seguir y se ponían insoportables. Después de treinta años de docencia me encontré sin saber cómo explicar el sustantivo. Cuando no tenía más remedio que viajar en ómnibus me desesperaba porque creía que no iba a saber dónde bajarme. Vivía llorando y llegó un momento en que todo lo que quería era morirme.

Volví al famoso neurólogo que se limitó a hacerme girar un brazo, me recetó Madopar y me dijo que tomara ambos medicamentos y lo volviera a ver un año después.

Por supuesto leí el folletito y me enteré de que la droga era L.Dopa, que es lo que se administra para el Mal de Parkinson. Además dejaron de temblarme las mandíbulas, lo que confirmó el diagnóstico, pero lógicamente acentuó la depresión.

La mejor prueba de que estaba realmente mal fue que en Sanidad Escolar, Departamento de Psiquiatría, me dieron licencias por un total de seis meses, hasta que no tuve más remedio que jubilarme.

Para darles el gusto a mi familia y mis amigas, que sufrían al verme sufrir, peregriné por consultorios de psiquiatras y psicólogos, aunque ya no tenía ganas de nada, ni siquiera de curarme.

Sin embargo, a lo largo de dos años de psicoterapia fui mejorando hasta superar lo peor de la depresión, pero seguí soportando la angustia de tener la espada de Damocles del Parkinson sobre mi cabeza. Aunque estaba bastante bien físicamente, mi tormento era pensar que esa enfermedad degenerativa iba a progresar hasta la parálisis y la muerte.

Esa tortura duró nueve años en los que no hacía ningún proyecto ni me atrevía a pensar en el futuro. Cambié cinco veces de neurólogo y todos me decían lo mismo: que siguiera con los dos medicamentos y volviera al año siguiente.

Finalmente tuve la suerte de dar con un neurólogo joven (mi memoria selectiva no me permite recordar su nombre), quien luego de examinarme minuciosamente me dijo: “Señora, Ud. no tiene ningún parkinsonismo. Lo que pasa es que el Angiolit le produce los síntomas que el Madopar le calma.” Así de sencillo.

En unos meses me fue bajando las dosis hasta llegar a cero y hace ya varios años que no tomo ni aspirinas y estoy increíblemente activa y extravertida. . Pero cuando le pregunté indignada cómo en nueve años ninguno de los cinco neurólogos se había dado cuenta del problema, me contestó que antes no se sabía. Claro, entre bomberos no se iban a pisar la manguera.

martes, 13 de marzo de 2007

LA MEDICINA Y YO

UN PATATUS PSEUDO-CARDIACO

Mi relación con la medicina es muy especial. Pasan años entre un catarro o una gripe y en cambio, en mi vida he tenido unas cuantas enfermedades nada leves a las que por suerte pude sobrevivir., entre ellas mi patatús pseudocardíaco.

La cosa empezó allá por 1978. Mi hija mayor vivió un par de años con su marido e hijos en Santiago del Estero, por lo cual siempre que podía me trasladaba a visitarlos.Quiso mi mala suerte que estuviera allí justamente cuando quebró la empresa para la que mi yerno estaba construyendo canales de riego y por lo tanto resolvieron volver a Buenos Aires.

En consecuencia, no solo tuve que ayudarlos a empacar, sino también ocuparme de los dos chiquitos que insistían en bañarse en una pileta cuyo desagüe era una zanja bloqueada por una compacta masa de piedras y barro. De más está decir que, munida de un pico y una pala, a las tres de la tarde, bajo un sol abrasador y con una temperatura de 42 grados a la sombra, me dediqué entusiastamente a cavar por primera vez en mi vida, para poder cambiar el agua y darles el gusto.

Luego del largo viaje en camioneta, nos instalamos todos en mi departamento de tres ambientes, donde ya vivíamos hacinados mi marido y yo, mis otras dos hijas (una de ellas en cama con una bella hepatitis), una vecinita de enfrente que no quería quedarse sola de noche porque su papá salía a trabajar de sereno y una sobrina que me habían consignado para que le enseñara literatura y que se resistía empecinadamente a aprender cualquier cosa.

Aquello fue un infierno mientras duró, es decir, hasta que Cris y su familia consiguieron donde instalarse, mi hija segunda se curó la hepatitis y mi sobrina volvió a su lugar de origen donde milagrosamente aprobó su examen.

Entonces me derrumbé. Una mañana desperté con un dolor agudísimo que me atravesaba el tórax y no me permitía casi respirar. Recurrimos a mi obra social y en la guardia me tuvieron hasta las ocho de la noche para hacerme un par de análisis.Entretanto el dolor se me había aliviado, pero cuando me vio un cardiólogo determinó que debía internarme, por las dudas, en terapia intensiva. Allá me llevaron en silla de ruedas a pesar de mis objeciones.

Cuando llegamos había unos cuantos médicos charlando alrededor de una mesa y en vez de decirme algo más o menos alentador se limitaron a exclamar:

- ¡Ufa! ¡Otra más!

Una enfermera me condujo a la cama y me ordenó que me desnudara. Le aclaré que no se me había ocurrido traer un camisón.

- Nada de camisón. – sentenció – Sáquese todo.

Obedecí más asustada por su autoritarismo que por la perspectiva de un infarto. A medida que le entregaba cada prenda la iba poniendo en una bolsa de residuos y cuando me exigió los anillos, me negué rotundamente a entregárselos.En eso estábamos cuando se acercó otra enfermera con un anillo de oro en la mano y le dijo:

- Probátelo porque a mí me queda chico.

- Pero, ¿ no lo va a reclamar la familia?

- No, la familia ya se fue.

Y mi enfermera se quedó alegremente con la alhaja del finado. Si no se produjo el infarto en ese momento fue un milagro.

Afortunadamente, un día después me pasaron a una habitación donde estuve durante una semana hablando hasta por los codos porque el Valium que me administraban, en vez de sedarme, me excitaba.

Una vez que me dieron de alta, supongo que por haber superado exitosamente todas las traumáticas experiencias hospitalarias, seguí controlándome periódicamente hasta la fecha,.sin que apareciera el menor indicio de enfermedad cardíaca ni se repitiera el doloroso episodio.

Mi teoría es que si en vez de un cardiólogo me hubiera atendido un pedicuro, me hubieran tratado por callos plantales o uñas encarnadas. Maravillas de la medicina ultra-especializada de nuestros tiempos.

sábado, 10 de marzo de 2007

POETA CIEGO

Shalom Levi era pastor evangelista, poeta y eterno enamorado. Cuando me designaron su lectora en el Banco de Horas de Lectura, al que me había ofrecido como voluntaria, tenía más de sesenta años y estaba postrado, paralítico y ciego desde los seis meses de edad. Mi tarea consistía en dictarle la Biblia que él escribía en Braille para que otros ciegos pudieran disfrutar de su lectura. Conocí a su novia, la última de una larga serie, a quien adoraba. Era una muchacha mucho más joven que él, con tremendos problemas familiares y psicológicos, que se recuperaba de un intento de suicidio por el fuego… y que lo abandonó cuando él ya estaba muriéndose. La historia de su vida me la narró en varios episodios, pero es fundamentalmente la siguiente: a los seis meses, la hidrocefalia lo condenó a una vida precaria que todos creían iba a se muy breve. No supo que era ciego hasta los dieciséis años, cuando lo descubrió escuchando un programa radial del Instituto Nacional de Ciegos. Recién entonces, ante su exigencia, sus padres contrataron una maestra para que le enseñara a leer y escribir en Braille. Esto le abrió todo un mundo que hasta ese momento había ignorado. Su familia era de origen judío pero no seguían estrictamente las tradiciones religiosas. Mientras tomaba sol en la vereda de su casa, entabló amistad con un evangelista y llegó a inscribirse en el Instituto Bíblico, donde instalaron un ascensor para que pudiera asistir en su silla de ruedas a las clases en el piso superior. Completó brillantemente sus estudios y se convirtió en un prestigioso predicador.Casi todas las semanas lo llevaban a predicar en diferentes templos y en una ocasión fui a escucharlo. Por cierto no me convenció (no soy fácil de convencer), pero me pareció admirable su elocuencia a pesar de que hablaba con mucha dificultad. En ningún momento trató de imponerme sus creencias religiosas y entre nosotros fue naciendo una maravillosa amistad. En los momentos de descanso hablábamos de libros (era un incansable lector); de lingüística, sobre la que tenía amplios conocimientos, o me pedía que lo ayudara en su afición por las palabras cruzadas. A menudo me recitaba sus poemas que yo me apresuraba a transcribir y que después sirvieron, con los que recopilaron sus amigos, para editar un libro como homenaje a su memoria. Quiero terminar este recuerdo con uno de sus poemas, el que más me impresionó:

Desde lo oscuro

Tan habituado estoy a mi ceguera

Con ella estoy tan identificado

Que no creo pecar de exagerado

Si digo que es mi dulce compañera.

No es una bruma oscura y traicionera

Como alguno talvez la haya pintado;

Es fiel y no se aparta de mi lado

Cual amante solícita y sincera.

Nada hay en lo que digo de morboso,

Por lo contrario considero hermoso

Pensar y aún sentir de esta manera.

Todo resentimiento se supera

Y de la bruma brota fervoroso

El tributo que rindo a mi ceguera.

oooOooo