martes, 13 de marzo de 2007

LA MEDICINA Y YO

UN PATATUS PSEUDO-CARDIACO

Mi relación con la medicina es muy especial. Pasan años entre un catarro o una gripe y en cambio, en mi vida he tenido unas cuantas enfermedades nada leves a las que por suerte pude sobrevivir., entre ellas mi patatús pseudocardíaco.

La cosa empezó allá por 1978. Mi hija mayor vivió un par de años con su marido e hijos en Santiago del Estero, por lo cual siempre que podía me trasladaba a visitarlos.Quiso mi mala suerte que estuviera allí justamente cuando quebró la empresa para la que mi yerno estaba construyendo canales de riego y por lo tanto resolvieron volver a Buenos Aires.

En consecuencia, no solo tuve que ayudarlos a empacar, sino también ocuparme de los dos chiquitos que insistían en bañarse en una pileta cuyo desagüe era una zanja bloqueada por una compacta masa de piedras y barro. De más está decir que, munida de un pico y una pala, a las tres de la tarde, bajo un sol abrasador y con una temperatura de 42 grados a la sombra, me dediqué entusiastamente a cavar por primera vez en mi vida, para poder cambiar el agua y darles el gusto.

Luego del largo viaje en camioneta, nos instalamos todos en mi departamento de tres ambientes, donde ya vivíamos hacinados mi marido y yo, mis otras dos hijas (una de ellas en cama con una bella hepatitis), una vecinita de enfrente que no quería quedarse sola de noche porque su papá salía a trabajar de sereno y una sobrina que me habían consignado para que le enseñara literatura y que se resistía empecinadamente a aprender cualquier cosa.

Aquello fue un infierno mientras duró, es decir, hasta que Cris y su familia consiguieron donde instalarse, mi hija segunda se curó la hepatitis y mi sobrina volvió a su lugar de origen donde milagrosamente aprobó su examen.

Entonces me derrumbé. Una mañana desperté con un dolor agudísimo que me atravesaba el tórax y no me permitía casi respirar. Recurrimos a mi obra social y en la guardia me tuvieron hasta las ocho de la noche para hacerme un par de análisis.Entretanto el dolor se me había aliviado, pero cuando me vio un cardiólogo determinó que debía internarme, por las dudas, en terapia intensiva. Allá me llevaron en silla de ruedas a pesar de mis objeciones.

Cuando llegamos había unos cuantos médicos charlando alrededor de una mesa y en vez de decirme algo más o menos alentador se limitaron a exclamar:

- ¡Ufa! ¡Otra más!

Una enfermera me condujo a la cama y me ordenó que me desnudara. Le aclaré que no se me había ocurrido traer un camisón.

- Nada de camisón. – sentenció – Sáquese todo.

Obedecí más asustada por su autoritarismo que por la perspectiva de un infarto. A medida que le entregaba cada prenda la iba poniendo en una bolsa de residuos y cuando me exigió los anillos, me negué rotundamente a entregárselos.En eso estábamos cuando se acercó otra enfermera con un anillo de oro en la mano y le dijo:

- Probátelo porque a mí me queda chico.

- Pero, ¿ no lo va a reclamar la familia?

- No, la familia ya se fue.

Y mi enfermera se quedó alegremente con la alhaja del finado. Si no se produjo el infarto en ese momento fue un milagro.

Afortunadamente, un día después me pasaron a una habitación donde estuve durante una semana hablando hasta por los codos porque el Valium que me administraban, en vez de sedarme, me excitaba.

Una vez que me dieron de alta, supongo que por haber superado exitosamente todas las traumáticas experiencias hospitalarias, seguí controlándome periódicamente hasta la fecha,.sin que apareciera el menor indicio de enfermedad cardíaca ni se repitiera el doloroso episodio.

Mi teoría es que si en vez de un cardiólogo me hubiera atendido un pedicuro, me hubieran tratado por callos plantales o uñas encarnadas. Maravillas de la medicina ultra-especializada de nuestros tiempos.

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