viernes, 26 de enero de 2007

LA DOCENCIA

Durante más de treinta años ejercí la docencia en colegios secundarios con gran acopio de satisfacciones, pese a la escasa y a veces muy demorada retribución económica.

Después de catorce años de trabajo como suplente, gané un concurso de ingreso a la docencia. Tuve que elegir la Escuela de Comercio de González Catán, situada muy lejos de mi casa y de los colegios donde tendría que seguir trabajando.

Mis nuevos alumnos eran casi todos hijos de chacareros de los alrededores. Traían un escaso bagaje cultural de sus hogares y de la escuela primaria, pero mostraban sinceros deseos de aprender. Su actitud de respeto y agradecimiento por la enseñanza recibida no la he encontrado en escuelas con alumnado de niveles económico-sociales mucho más altos.

En cuanto me hice cargo de la cátedra inicié los trámites para conseguir un traslado, pero la burocracia tardó dos años en concedérmelo Tuve que trabajar en tres turnos: mañana, tarde y noche. Totalizaba 32 horas semanales en cinco estsblecimientos distintos, más cuatro horas diarias de traslados y el tiempo invertido en preparar clases, corregir trabajos, seleccionar lecturas y tratar de actualizarme. Como en la mayor parte de los cursos seguía siendo interina o suplente, no podía renunciar a nada porel temor de perder en cualquier momento todo lo demás.

Mis hijas declararon enfáticamente que con una docente en la familia ya era demasiado. Las tres optaron por carreras universitarias y las tres terminaron ejerciendo la docencia. No sé si la vocación es hereditaria o si influyó el haber sido testigos de las satisfacciones que en medio de tantos sacrificios me proporcionaba mi profesión.

A lo largo de los años, aprendí mucho de mis alumnos, sobre todo acerca de las mejores técnicas para copiarse en las pruebas escritas.Algunas eran muy burdas, como poner el libro abierto debajo del banco; pero hubo otras realmente ingeniosas: pegar papelitos en la suela de los zapatos y cruzar las piernas cuando suponían que no los podía ver, o engancharlos en un elástico cosido a la altura del hombro por dentro de la manga, de modo que bastaba tirar del elástico para leerlos , y soltarlo para que desaparecieran en el acto.

Llegué a estimularlos para que aprendieran a confeccionar buenos machetes, considerando que así, por lo menos, tenían que identificar los temas fundamentales, reconocer las ideas principales, elaborar esquemas de contenido y desarrollar su capacidad de síntesis. En todo caso, prefería que entregaran una buena copia y no una hoja en blanco.

En el Nacional Reconquista, un cieguito se copiaba en las pruebas escritas. Escribía en Braille con un punzón sobre una hoja de cartulina, y cuando terminaba me leía su trabajo para que lo corrigiera y calificara. El resultado era siempre excelente. Para ello tenía sobre el pupitre una pila de cartulinas y, cuando suponía que no lo observaba, acariciaba las de más abajo, donde tenía preparados en Braille los distintos temas. Por supuesto nunca me di por enterada pero creo que sabía muy bien que no me engañaba.

Una de las tareas consistía en llevar a mis alumnos a presenciar la representación de alguna obra teatral, relacionada o no con el programa de literatura.

Esperábamos luego la salida de los actores, directores y/o autores para entrevistarlos. Entre mis más gratos recuerdos figuran los abrazos con que nos recibía la gran actriz Luisa Vehil , así como una prolongada e interesantísima conversación que mis muchachos compartieron con David Viñas y Federico Luppi, sentados en la escalinata del hall, después de ver “Tupac Amaru”.

No solo nos hacían precio especial, sino que generalmente nos daban la bienvenida, porque comprendían que era la mejor manera de asegurar la formación del futuro público que tanto necesita nuestro teatro.

La mayoría de mis alumnos nunca habían pisado una sala teatral y, pese a su expectativa de pasar un rato de aburrimiento escolar, terminaban fascinados y deseosos de reiterar la experiencia.

En cierta ocasión estaba en lo más alto del teatro Cervantes con un grupo bastante especial del nacional nocturno. Viéndolos con sus pelos largos y desgreñados y su vestimenta desprolija, no pude dejar de pensar: “!Qué feos son!”

Varias filas más abajo estaba el contraste: chicos de un colegio privado , tan lindos ellos,con saco y corbata y muy bien peinados. Lástima que mientras mis vagos se dejaban absorber por el espectáculo y se preparaban para comentarlo, aquellos nenes de mamá se dedicaban, entre otras cosas, a escupir a la platea. Así fue como me curé definitivamente de ciertos prejuicios.

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Era el último día de clases en el Nacional Nocturno y los flamantes bachilleres se lanzaron a la calle, alborotando el barrio con sus cánticos alusivos. Mi hermana, que vivía a pocas cuadras del colegio, me llamó por teléfono horrorizada:

-­­­­­ ¿Sabés lo que están cantando por la calle tus alumnos?

- ¿Qué?

- ¡ Aprendí literatura con la gorda pelo...

- ¡Basta! – la interrumpí – Si aprendieron literatura, y lo reconocen públicamente, expresándolo en verso, lo

demás no me interesa.

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jueves, 25 de enero de 2007

EL PASO POR LA fACULTAD

Ya bachiller, me propuse llegar a ser escritora. Desde que a los siete años la revista infantil ”Marilú” me publicó un cuento (muy elogiado por mi familia), habían surgido mis aspiraciones literarias, incrementadas por los elogios que merecieron mis composiciones escolares Lo que parecía más lógico, era el ingreso a Filosofía y Letras, de donde se suponía que había de egresar con la capacidad de crear obras trascendentales

Al respecto, en “La Nación” del 23/1/2003, el poeta colombiano Juan Gustavo Cobo Borda dice:

“Lo que menos tiene que ver con la literatura es la Facultad de Filosofía y Letras. Porque empiezas a dar vueltas a ver qué tienes que hacer con Garcilaso. .¡Y no tienes que hacer nada, sólo tienes que leer a Gracilaso!”

Muy inteligente observación con la que, décadas antes de conocerla, coincidí en mi vida profesional, cuando les prohibía a mis alumnos memorizar libros de texto en vez de leer las obras para formar sus propios conceptos.

En mis tiempos lo normal era que las mujeres, al casarse, abandonaran trabajo y estudios para dedicarse exclusivamente al cuidado del nuevo hogar y la nueva familia. Yo nunca fui tan normal. De hecho, el matrimonio no cambió mi status como para liberarme de las ocho horas diarias de oficina, sino que embrolló más aún los horarios y, sobre todo, al ir llegando las hijas, multiplicó las obligaciones. La voluntad de completar mi carrera se mantuvo sin embargo inamovible gracias al apoyo de mi marido que, entre otras cosas, en vísperas de exámenes se levantaba a las tres de la madrugada para cebarme mate.

Estudiando y preparando trabajos en la plaza San Martín o en la sala de espera de la estación Retiro, porque en casa las nenas no me daban tregua y las bibliotecas cerraban temprano, fui aprobando por lo menos una o dos materias por año.

A causa de mi irregularidad y los frecuentes cambios que cada nuevo Consejo Directivo o Interventor introducía en el Plan de Estudios, cuando me inscribí en Literaturas de Europa Septentrional, esta asignatura había pasado de segundo a cuarto año. Los alumnos de segundo la tenían dos años después y los de cuarto ya la habían cursado dos años antes. Por lo tanto, al presentarme en la primera clase de Literatura Alemana, me encontré con que ese año era la única alumna inscripta.

El profesor alemán me dictaba sus sesudas explicacionescon un cerrado acento que las hacía ininteligibles. Cuando él se sonreía, yo también me sonreía y si se ponía serio fruncía el entrecejo; pero no entendía nada. Por suerte, al terminar cada clase me obsequiaba sus notas y así pude identificar la bibliografía, incluyendo una historia de Alemania que ostentaba la cruz swastica y un retrato de Hitler en la tapa. Haciendo caso omiso de las connotaciones nazistas de los comentarios literarios, pude preparar el examen final que culminó la aventura con un merecido sobresaliente.

Lo más pintoresco fue que como esperaba mi segundo bebé, un par de meses después tuve que informarle a mi profesor que iba a estar ausente unos días para dar a luz. Fue la primera vez en la historia de la Universidad que un profesor disfrutó de una licencia por maternidad.

Mi timidez congénita, agravada por la admiración infinita que me inspiraban profesores del nivel de Ricardo Rojas, Batistessa o Amado Alonso, mutilaron mis iniciativas y sufrí horrores cada vez que tenía que presentar una modesta monografía o responder a una pregunta. La novelista y poetisa se perdió en la selva de la literatura clásica, como ya se había perdido aquel cuento del que no recuerdo el argumento, aunque creo que trataba de las desventuras de una niña pobre.

Finalmente decidí que no sería escritora ni crítica literaria ni filóloga, sino docente, No me fue difícil, una vez aprobadas varias materias (además de las 32 con que había egresado) ganarme el título del Profesorado en Letras.

martes, 26 de diciembre de 2006

Las chicas del Liceo (Antes y después)

Mi ingreso al Liceo de Señoritas Nº 1 me permitió conocer a las que iban a ser mis amigas hasta el día de hoy. Éramos alrededor de 30 alumnas, de las cuales doce o trece todavía nos reunimos dos o tres veces por año.
Nuestras conversaciones no se limitan a evocar recuerdos. sino que suelen tener los temas más diversos porque casi todas hemos cursado distintas carreras y vivido diversas experiencias.
Entre las que ya fallecieron, la eximia pianista Flora Nudelman es la que recordamos con más pena, por el placer con que disfrutábamos de su música que me hacía olvidar el aroma a ajo de las roscas polacas que en su adolescencia solía consumir más o menos clandestinamente en el aula.
Elisa Strahm, cantante y actriz, también era la anfitriona en nuestros encuentros. y compartía generosamente mis opiniones de siempre, que no suelen coincidir con las de algunas de las “chicas”.
Yetta fue mi compañera desde 4º grado de la escuela primaria hasta terminar el bachillerato, y sigue siendo mi mejor amiga de toda la vida.
Muy distinta es la historia de mi amistad con Beatriz García. Fuimos compañeras de banco en parte de nuestro secundario e ingresamos juntas en Filosofía y Letras, donde nos convertimos en inseparables.

A los dieciocho años hacíamos cosas de chiquilinas. Unos días después de empezar las clases en las aulas de la calle Viamonte , resolvimos que no podíamos seguir sin hacer un paseo por la calle de los piringundines. Bajamos a las tres de la tarde una cuadra hasta Reconquista y caminamos un trecho observando atentamente lo que sucedía, es decir, casi nada. De pronto, por la puerta de uno de los establecimientos vimos algo que nos aterró: sentado en una silla estaba un hombre con la panza al aire mostrando una sangrante puñalada. Corrimos hasta la Facultad y no volvimos a intentar tan peligrosa expedición.

Cuando cruzábamos la Avenida 9 de Julio tomadas del brazo, una de nosotras solía cerrar los ojos, no sin anunciarlo antes a la compañera . Sin embargo, en una oportunidad ambas pasamos entre el caótico tránsito Y al llegar a la vereda recién nos dimos cuenta de que habíamos olvidado la advertencia y por lo tanto las dos habíamos cruzado a ciegas.

El padre de Beatriz era ultracatólico y muy autoritario, lo que podría explicar que en esa época ella se declarara, como yo, enfáticamente socialista y agnóstica, aunque no tuviéramos muy claro el significado de esos términos. En materia de sexualidad sabíamos algo gracias a compañeras más “avivadas” que nosotras pero en lo que se refiere a homosexualidad conocíamos la existencia de ridículos “maricas” y casi nada más.

Empezamos a frecuentar el café Florida después de clases o en las horas libres. Así conocimos a una chica de aspecto raro, algo masculina en su atuendo, con quien conversábamos de los más variados temas. Pronto empezó a intrigarnos con historias de amores entre mujeres y referencias a una de las chicas que según ella la amaba apasionadamente y le hacía regalos para conquistarla.

Un día Beatriz se me apareció demudada y me contó que en mi ausencia se le había declarado, que le había ofrecido el oro y el moro para que fuera su amante. Por supuesto ni ella ni yo volvimos a dirigirle la palabra, pero no queríamos imaginarnos lo que podían pensar de nosotras los que nos habían visto saludarnos con un beso cada vez que nos encontrábamos en la Facultad.

No volvimos a besarnos, tratamos de no sentarnos juntas en clase y poco a poco fue muriendo lo que había sido una hermosa amistad. Algunos años después alguien me dijo que había ingresado en un convento de clausura y no volví a verla ni a saber de ella.

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viernes, 15 de diciembre de 2006

HAZAÑAS DE ADOLESCENCIA

Cuando estaba a punto de culminar mi bachillerato, se me ocurrió pensar que no podía dejar el Liceo sin haberme hecho la rata y jamás haberme copiado en una prueba escrita. Por lo tanto, una mañana lluviosa me fui sola al Jardín Botánico con mi delantal y mis libros y me aburrí espantosamente. Poco después tuvimos que rendir un examen trimestral, el último del año, nada menos que de historia. Por ser una de mis materias favoritas la había cursado con altas calificaciones a lo largo de los cinco años y me sabía el programa de pe a pa. Pero tenía que copiarme ... Me dejé tentar por una compañera de otra división que en el recreo me ofreció sus machetes asegurándome que le había sido muy fácil usarlos sin ser descubierta. Al empezar la prueba puse los ilegibles papelitos debajo de la hoja y me dediqué afanosamente a desarrollar mi tema. Claro está que, como nunca me había copiado y me faltaba el correspondiente entrenamiento, cuando estuve cerca de los últimos renglones tuve miedo de tener que dar vuelta la hoja y empecé a escribir cada vez más lentamente y con letra más pequeña. Esto sin duda le llamó la atención a la profesora, quien se colocó a mi lado y esperó pacientemente hasta que no me quedó dónde poner una palabra más. Entonces levantó la hoja y revoleó triunfalmente los inútiles machetes. El resultado fue un soberbio cero en el boletín y tuve que rendir examen en diciembre. Por supuesto, aunque la nota fue sobresaliente, en justo castigo por mi estupidez, mis padres no me dejaron ir a la fiesta de egresadas.

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jueves, 14 de diciembre de 2006

Mi infancia

La mía no fue una infancia feliz porque no existía todavía la vacuna Salk que protege ahora contra la poliomielitis. Las secuelas de esa terrible enfermedad que me afectó siendo muy pequeña no me permitían participar en la mayor parte de los juegos de mis compañeritos. Mi mejor entretenimiento, el que me daba más placer, era la lectura . A los cuatro años aprendí a leer gracias a las historietas y títulos de los diarios y pronto empecé a disputar con mi hermana todos los lunes el Billiken. Los domingos, en cuanto nos despertábamos, corríamos a la cama de mis padres para leer cuentos en el suplemento cultural de “La Prensa”. Los libros que mejor recuerdo de mi infancia son los cuentos de Calleja que se compraban por diez centavos. Poco a poco, mi biblioteca se fue enriqueciendo con “El Tesoro de la Juventud”, “Las Mil y Una Noches”, “La Hormiguita Viajera” de Constancio Vigil e, inolvidable, “Alicia en el País de las Maravillas” de Lewis Carroll, que recibí como premio a la mejor alumna de segundo grado. Alrededor de los seis años, mis hermanitos y yo descubrimos que los regalos de los Reyes Magos eran depositados junto a los zapatitos por nuestros padres. En consecuencia, después de la Noche de Reyes y durante muchas noches, seguimos poniendo los zapatos y siguieron dejándonos lo que podían, casi siempre unos pocos caramelos. Mis padres no solían expresarnos su cariño con caricias y mimos, pero lo demostraron por la educación que nos brindaron a pesar de las dificultades económicas. Papá nos llevaba a menudo al parque y era proverbial su advertencia: “Todo cuesta plata menos las hamacas. ¡Vamos a las hamacas!” El ingreso a la escuela fue el descubrimiento de un mundo que me fascinó. Mis maestras supieron estimular mi afán de aprender. A ellas, sobre todo a las que más me exigieron, les agradezco lo poco que llegué a saber de este complejo mundo en que vivimos. Mi escuela no se parecía a la que disfrutan los niños de hoy. No teníamos biblioteca, ni comedor, ni mucho menos computadoras. En aquellos inviernos, el frío era terrible en las aulas sin estufas, donde tratábamos de escribir con la pluma cucharita mientras los sabañones nos torturaban. De vez en cuando, la maestra nos hacía salir al patio y trotaba un rato con nosotros para hacernos entrar en calor. Luego volvíamos a la heladera y continuábamos la clase. Mi admiración por aquellas abnegadas maestras de la escuela primaria fue sin duda lo que despertó en mí la vocación docente, a la que dediqué lo mejor de mi vida. No recuerdo sus nombres, pero aun puedo ver sus sonrisas, frente a las ocurrencias de un manojo de chiquillos. --ooOoo--

lunes, 11 de diciembre de 2006

HISTORIA DE MIS PADRES

De mis padres recibí una herencia bastante incómoda. Emilia, mi madre, me legó el rol de mujer fuerte y el sentido de la responsabilidad; mi padre, la incapacidad para alcanzar éxito en todo lo que se relacione con la adquisición de dinero.

Ella tuvo una vida difícil, pero la nuestra es una familia de mujeres fuertes y no solo luchó siempre por los suyos, sino que también prestó ayuda a quienes pudieran necesitarla. Por ejemplo, siendo ya muy mayor, no solo visitaba a la viuda de un amigo de papá llevándole alimentos, sino que hizo complicados trámites ante instituciones de beneficencia para conseguirle la pensión que le permitió vivir sus últimos años sin tantas angustias

Muy pequeña tuvo que dejar la escuela en 2º grado para cuidar de sus seis hermanos, pues su padre había muerto y su madre tenía que trabajar para mantenerlos. Sin embargo, toda la vida fue una entusiasta lectora y adquirió en los libros una cultura autodidacta nada despreciable.

Desde que me acuerdo, en casa se recibían dos periódicos por día, en los que ella leía todas las noticias, hasta los avisos fúnebres y los clasificados. Nunca le faltaba un libro y además de folletines, leía autores como Víctor Hugo, Alejandro Dumas y otros novelistas populares en su época.

Su frustrada vocación era la medicina y a ella le debo no padecer las secuelas de la poliomielitis que padecí desde los tres a los diez años, porque tenía las fuerzas y la paciencia necesarias para llevarme en brazos hasta el Hospital de Clínicas tres veces por semana para un tratamiento de electroterapia.

Cuando ella tenía unos doce años, su hermano Yaco estaba muy enfermo de los pulmones. Vivían entonces en la localidad de Bernal, en una zona de calles de tierra que se hacían intransitables en cuanto caían algunas gotas de lluvia.

Una noche de tormenta el chico se agravó tanto que tuvieron que buscar un médico y luego de auscultarlo el doctor les comunicó que como no podría volver al día siguiente, les dejaría esa noche el certificado de defunción.

Lo tragicómico es que Yaco conservó ese documento histórico hasta su muerte, a los ochenta y tantos años. Claro está que seguramente contribuyó a su supervivencia la atención de su hermanita, con quien viajó a Alta Gracia, en las sierras de Córdoba, donde la pureza del aire aliviaba, y a veces curaba, males como los que el niño padecía.

A los dieciséis años, mucho antes de que se limitara el horario de trabajo a ocho horas diarias, mi madre ya era taquidactilógrafa en una oficina, cosa bastante excepcional a principios del siglo XX, y solo tenía libres las tardes de domingo. A menudo compartía algunas tareas con el cadete, Roberto Noble, quien mucho después fue el fundador y primer director del diario Clarín.

Siempre nos hablaba de su emoción cuando en 1918 la sirena de “La Prensa” anunció el fin de la 1ª Guerra Mundial, o nos describía a Buenos Aires cubierta de nieve por primera y única vez en 1919.

A los 28 años, cuando ya parecía que su destino era convertirse en una solterona, mi abuela usó los servicios de una casamentera, como era costumbre entre las familias judías en esa época, quien le presentó a Marcos, mi papá, que entonces era ganadero en Entre Ríos. Luego de un noviazgo casi enteramente epistolar (yo llegué a leer algunas de esas cartas) se casaron y se instalaron en Concordia.

En 1930, época de crisis, fue mi madre quien afrontó el desafío de mantener a la familia con un modesto comercio de mercería y posteriormente un taller de confección y tejido de ropita para bebés Lo curioso es que ella no sabía coser ni tejer, pero dirigía eficientemente a quienes hacían el trabajo.

Lamentablemente, sus nietos no alcanzaron a conocer a la mujer inteligente, servicial y emprendedora que fue hasta sus últimos años, y solo guardan el recuerdo de una anciana decadente y confundida. Olvidan cuánto contribuyó a cuidarlos y educarlos en su infancia y sólo recuerdan frases que les parecen muy cómicas como este consejo:

-Si alguien que no conocen les ofrece un vaso de Coca Cola, no lo tomen porque pueden haberle puesto un drogadicto adentro.

Por eso, cuando mis hijas dicen: "Como dice mi mamá..." yo tiemblo pensando cuál de las tonterías que habitualmente digo van a recordar ellas y mis nietos cuando ya no esté para corregirlas.

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Mi padre nació en Gomel, cerca de Kiev, hace más de cien años. Era hijo de un rabino a quien solo conocí por un retrato que lamentablemente se perdió en alguna mudanza. Mi segundo nombre, Raquel, es la traducción del de mi abuela paterna.

A principios del siglo XX, papá estudiaba química en la universidad, donde era uno de los pocos judíos que habían logrado ser admitidos. Probablemente el ambiente estudiantil estaba ya agitado por la ideología revolucionaria que años después terminaría con el zarismo. Pero la actividad de la que él se enorgullecía consistía en promover la resistencia contra los pogroms que diezmaban las pacíficas comunidades judías. Para ello se dedicaba a distribuir las armas indispensables para enfrentar a los cosacos. La consecuencia fue un año de cárcel, al cabo del cual huyó de Rusia y atravesó toda Europa hasta llegar a Londres, donde se embarcó para viajar a Buenos Aires en las precarias condiciones que se ofrecían por muy poco dinero a los inmigrantes.

Esta fue la historia que fragmentariamente me llegó a través de los años, pero muchos detalles quedaron sin aclarar y cuando quise saber más sobre su vida y sus aventuras, ya era demasiado tarde.

Uno de esos enigmas es el origen de mi apellido, que aparentemente podría ser húngaro, suizo o francés y no ruso ni hebreo.

Papá viajó a la Argentina con un pasaporte en que figuraba como austriaco y con esa falsa identidad vivió, se casó y la trasmitió a sus hijos. Lamentablemente, el único varón murió a los trece años y solo quedamos mi hermana Vera y yo, de modo que con nosotras desaparecerá nuestro apellido. Por eso, ahora que he tomado conciencia de que no soy inmortal, estoy dejando un poco de lado el apellido de mi marido, que usé durante muchos años como un homenaje a su compañerismo, para retomar el apellido paterno y tratar de darle algún lustre.

Poco después de su matrimonio, se produjo en Entre Ríos una crisis en que la gente de campo soltaba el ganado en los caminos porque valía menos de lo que costaba alimentarlo y trasladarlo a las ferias para su venta. Además, una gran creciente del río Uruguay terminó con todo lo que mi padre había logrado hasta entonces. Perdió su casa, sus animales, hasta sus documentos, y tuvieron que trasladarse definitivamente a Buenos Aires.

Algo después se estableció con una peletería, pero la mala suerte siguió persiguiéndolo. Una noche entraron ladrones y se llevaron todas las pieles, la mayoría de las cuales estaban en consignación y hubo que pagarlas como si hubieran sido vendidas.

Varias veces intentó infructuosamente comercializar las invenciones en que aplicaba sus conocimientos de química. Por ejemplo, elaboró un líquido con que se impregnaba el canevás con dibujos que se adhería a las telas para bordarlas, de modo que luego bastaba pasarle la plancha para pulverizarlo. También elaboró un esmalte para uñas que solamente yo llegué a usar. No obstante, sus amigos lo consideraban un sabio.

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