sábado, 5 de mayo de 2007

¿DISTRAÍDA YO?

Siempre fui distraída y con los años mis

distracciones se fueron haciendo cada

vez más frecuentes, por lo que suelo

considerarme distraída y medio.

Tal vez se deba a una excesiva facilidad

para concentrarme en mis pensamientos y

perder el contacto con la realidad,

especialmente la que se relaciona con

las prosaicas actividades domésticas.

En una oportunidad, después de haber

desgranado unas arvejas,

me dispuse a lavarlas... en el lavarropas.

También a veces busco desesperadamente

los anteojos o el llavero y los encuentro en

la heladera.

Un día, mientras daba clase en un

paquetecolegio de niñas, tuve la impresión

de que algo pasaba porque todo el tiempo

me miraban y trataban de contener la risa.

No les hice caso porque solían ser bastante

tontas, pero cuando volvía casa se me

ocurrió mirarme los pies y descubrí que

esa mañana, al vestirme a oscuras, me

había puesto dos zapatos parecidos pero

de distinto color.

Sin embargo, otras veces esa capacidad

de distraerme dio frutos. Por ejemplo,

cuando mientras limpiaba chauchas

(mi musa debe de ser vegetariana),

compuse mi primer y último soneto.

Era la época de oro de mi taller literario

escolar y los chicos estaban preparando

su revista, para la cual yo suponía que

debía aportar una colaboración.

Este soneto fue la expresión de lo que

yo sentía en ese momento y sigo

sintiendo: el significado de mi rol de

coordinadora frente al esfuerzo creativo

de los talleristas. Por eso me permito

incluirlo aquí:

MAGÍSTER

Ahora sé que nunca seré poeta.

No acude prestamente a mi llamado

El verso airoso o la expresión discreta

El don de la creación no me fue dado.

No soy la llama que ilumina esencias

No es mi misión develar el arcano,

Ni transmitir insólitas vivencias,

Pero mi vida no transcurre en vano.

Soy apenas quien, amorosamente,

Toma al joven poeta de la mano

Y se consume jubilosamente.

Ahora sé por fin que mi destino

Es alumbrar desde un rincón lejano

Un riesgoso recodo del camino.

---ooOoo---

viernes, 4 de mayo de 2007

LA LECTURA

Voy a hablarles un poco de mi larga y placentera relación con el mundo de los libros:

La mía no fue una infancia feliz porque no existía todavía

la vacuna Salk que protege ahora de la poliomielitis.

Las secuelas de esa terrrible enfermedad, que me afectó

a los tres años, no me permitían compartir la mayor

parte de los juegos con mis hermanos y compañeritos.

Aprendí a leer a los cuatro años en las historietas y los

títulos de los diarios y pronto empecé a disputar con mi

hermana, todos los lunes, el derecho a ser la primera

en leer la revista "Billiken",

. Mis primeros libros fueron los cuentos de Calleja que

se compraban por diez centavos. Las lecturas de mi

infanciaque mejor recuerdo son “Las Mil y Una Noches”,

“La Hormiguita Viajera” de Constancio Vigil, “El Tesoro

de la Juventud” y “Alicia en el País de las Maravillas” de

Lewis Carroll, que recibí como premio a la mejor

alumna de segundo grado.

Poco después empecé a trepar hasta los ultimos

estantes de la biblioteca de mis padres. donde me

apoderaba de libos que, como los de Emilio Zola

no se consideraban apropiados para niñas de mi edad.

Mientras estudiaba y en mi prolongada actividad

docente, tuve que leer mucho por obligacion,

aunque siempre con gusto. Mucho más leí y sigo

leyendo por amor a la poesía, al cuento, a la novela,

al teatro, al ensayo o a cualquier cosa que este escrita

en un papel o en el monitor de una computadora.

Una de las actividades que más placer me

proporciona es leer en voz alta ante alguien que me

escuche y comparta conmigo el gusto por la

buena literatura. Por eso ahora, ya jubilada y

bisabuela, lo seguí haciendo en mis talleres

literarios y en las horas dedicadas a leerles a

ciegos.

Mis hijas no olvidan que cuando niñas,

les leía o recitaba poemas de Raúl Gonzáles

Tuñón, Alfonsina Storni, Fernández Moreno,

Neruda y otrros de sus poetas favoritos.

Cada vez que en “A Margarita Debayle” de

Rubén Darío, el rey le ordenaba a la caprichosa

princesita devolver al cielo la estrella de su

prendedor, mis nenas lloraban a moco tendido.

También les encantaba oirme recitar en inglés

“La carga de la Brigada Ligera que empezaba:

“¡Forward the Light Brigade!

¿Is there a man dismayed?”

Y, “con aquel maldito índice enhiesto”, (como

ellas dicen ahora), concluia el belico recitado con el

nombre del autor:

"¡¡¡TENNYSON!!!"

Cuando debuté como abuela cuenta-cuentosen la

cuentos en la escuela primaria Dominguito, llegué

llegue algo inquieta. Iba a leerles un cuento a los

nenes de 1er.año poco despues de iniciadas las

clases. Pensaba que mi experiencia docente no me

iba a servir de mucho, puestoque toda ella se

había desarrollado en el nivel secundario.

La cordial presentación por parte de las maestras

y la bibliotecaria me devolvió el aplomo.

Comence a leer La Ciudad Voladora” de María

Granata, frente a la atencion y el interes con que

los niños me escuchaban. Fue fascinante y

y hasta pude introducir breves dialogos que me

revelaron que tenían conocimientos para mí

inesperados.

Estuvieron atentos a lo largo de media hora, y

luego me gratificaron con su aplauso.

Me emocionó que como conclusión, uno

de ellos, declarara enfáticamente que quería

tener alas. Eso me dio pie para decirles que

afortunadamente ya estaban aprendiendo a

leer y pronto los libros serían las alas que

les permitirían volar mediante la lectura hacia

mundos maravillosos.

Nunca dejé de ser una entusiasta lectora. Los libros de

escritores y poetas de todas las épocas y todos los países

me acompañan siempre y me brindan ideas,

sentimientos y experiencias que me

trasladan a interesantes visiones del mundo en los

momentos dedicados a la lectura, es decir, los mejores

de mi vida.

Al pensar, reír o llorar con ellos enriquecen mi vida interior

y me permiten superar dolores,angustias o depresiones.

Y como Borges,el más grande cuentista argentino del siglo

XX, confesó alguna vez, puedo decir que no me enorgullezco

de lo que mucho más modestamente he escrito, sino de lo

que he leído.

---oooOoo---

viernes, 30 de marzo de 2007

FOTOMANÍA

Desde siempre me había gustado sacar fotos con una camarita de esas en las que, apretando un botón, se obtiene una imagen más o menos parecida a cualquier cosa que esté delante.

Así fui registrando algunos paisajes y escenas familiares, hasta que un día, habiendo fotografiado a mis nietos, tuve una desagradable sorpresa al descubrir que los había decapitado.

Entonces decidí que había que estudiar. Conseguí que me prestaran una Péntax del tiempo de ñaupa y después una Canon modelo l959, ambas sin ninguna clase de automatismos, y me inscribí en un curso de iniciación en la Facultad de Ciencias Exactas donde éramos unos veinte jovencitos … y yo. La experiencia fue tan grata que me entusiasmé.

Hice varios cursos de Fotografía Artística con el fotógrafo y pintor Pedro Roth y uno de Antropología fotográfica, siempre con asistencia perfecta y presentando puntualmente los deberes (por ejemplo una investigación de los Hare Krishna), gracias a lo cual llegué a lograr algunas fotos aceptables entre cientos de fracasos.

Varios años de estudios y de quemar rollos, además de varios safaris apasionantes, me fueron acercando a los aspectos técnicos y artísticos del que, se ha dicho, es el arte del nuevo milenio..

Además, mis hijas colaboraron equipándome no sé si por la alegría que me proporcionaban o para que siguiera entretenida y las dejara tranquilas.

Mi primer encuentro con Marta Strasnoy, profesora y organizadora de safaris fotográficos fue motivada por el anuncio de un safari a Carmelo. Me presenté en su estudio antes de la hora convenida y fui recibida por dos personajes encantadores: su mamá y su gato, que me hicieron harto agradable la espera.

Lo que más me impresionó en la entrevista no fue la crítica rigurosa a la que Marta sometió mis fotos, sino la generosidad con que me brindó su enseñanza.

La verdad es que me costó decidirme a hacer el viaje a Carmelo. Pensaba que a mi edad (ya tenía más de 70 años), me iba a sentir como sapo de otro pozo en un grupo del que no conocía a nadie y que seguramente estaría integrado por fotógrafos más jóvenes y expertos que yo. Sin embasrgo participe en el safari y tanto me entusiasmé, que posteriormente mpañó en varias de estas maravillosas expediciones formé parte del cortejo que la acompañó.

El desafío fue encontrar la manera de que ni Martha ni mis compañeros me sobreprotegieran. Me esforcé en seguirles el ritmo y demostrarles que soy una ancianita fuerte y ágil. que puede transitar por algunos terrenos más bien escabrosos. Poco a poco, al reencontrarnos en sucesivas ocasiones, fuimos conociéndonos mejor y mucho disfruté con la compañía de veteranos y principiantes.

Cuando presenté mis fotografías en la primera reunión de evaluación, tanto las mejores como las peores, pude comprender gracias a las observaciones de Martha cuáles eran los defectos que debía corregir. El que seleccionara algunas de ellas para la exposición titulada “Revelamos Carmelo”, que se realizó en junio de l999, fue lo que más me impulsó a perseverar en el intento de perfeccionarme.

Por supuesto Marta sigue dándome con el hacha cada vez que le presento los frutos de mi esfuerzo, no sin explicarme siempre los motivos y darme sus indicaciones, que mucho me ayudaron a progresar en el dominio de este difícil arte.

No solo se exhibieron algunas de mis fotos en sucesivas exposiciones correspondientes a cada uno de los safaris, sino que fui adquiriendo suficiente autoestima (o desvergüenza) como para llegar a organizar un par de muestras individuales.

martes, 27 de marzo de 2007

La medicina y yo - IV

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- ¿LOS OCULISTAS SON SERES HUMANOS?

Hacía ya tres años que no me efectuaba un control oftalmológico y aunque no tenía ningún síntoma salvo algún cansancio después de leer durante cinco o seis horas seguidas o alternando con la televisión y la computadora, decidí visitar a un oftalmólogo de la obra social.

Además, una de las lentes de mis anteojos se había rayado por el contacto con la cámara fotográfica y suponía que la nueva receta tendría alguna diferencia con la anterior.

Lo primero que descubrí fue que ninguno de los oftalmólogos que me habían atendido en otras oportunidades seguía vinculado con la Obra Social y en consecuencia me recibió una doctora que por su aspecto juvenil sospecho que acababa de recibir el título.

Me señaló algunas letras en el famoso cartel, me cambió dos o tres lentes que no mejoraron para nada mi visión y declaró que no tenía nada más que pudiera ayudarme.

Mi pregunta fue por supuesto cómo se solucionaba semejante problema y lo único que faltó fue que me dijera “Vieja de m...”, que era lo que sin duda pensaba, porque de mala manera me dijo:

- ¿Qué pretende a su edad? Usted está perdiendo la vista.

Lástima que cuando me puse mis viejos anteojos comprobé que con ellos veía mucho mejor que con las lentes que me había probado.

Recurrí a una oculista que previo pago de sus honorarios me examinó me encontró una leve opacidad en el ojo derecho y me recetó los anteojos multifocales que seguí usandoaunque después de algún tiempo la opacidad empezó a molestarme y decidí que había llegado el momento en pensar en operar mi mi catarata.

Lamentablemente, a causa del corralito, del corralón y de la devaluación no tuve más remedio que volver a atenderme en mi obra social.

Visité dos o tres veces al cirujano del que me dieron excelentes referencias los numerosos ancianitos a quienes ya había operado, pero en las largas esperas previas le tomé el tiempo y nunca dedicaba más de tres minutos a cada paciente.

El día señalado me pusieron en una canilla y me llevaron al quirófano, tensa y muerta de miedo, porque nadie me había explicado en qué consistía la operación y en cambio me habían hecho firmar una larga lista de las terribles consecuencias posibles.

Los profesionales y auxiliares que allí estaban ignoraron mi presencia y siguieron charlando, bromeando entre ellos y hasta cantando tangos durante un rato que me pareció eterno.

Cuando empezaron a trabajar yo estaba tan nerviosa que no podía abrir el ojo, lo que me valió que el cirujano me gritara varias veces:

-¡Abra ese ojo, mujer!

Finalmente, luego de unos l0 minutos, ya estaba el flamante cristalino dentro de mi ojo y por única despedida le oí decir:

- ¡Que pase el que sigue!

LA MEDICINA Y YO - III

CARA Y CRUZ

En marzo de 2001, poco antes de viajar a Canadá y Alaska, decidí someterme a un control ginecológico de rutina. La idea era que así podría viajar sin preocuparme por mi salud. No resultó como esperaba.

En la mamografía apareció algo fuera de lo normal y me derivaron a un cirujano, el Dr. Krasnov, quien me comunicó que era necesaria una intervención quirúrgica, pero no con tanta urgencia como para sus pender el viaje.

Cuando un mes después me presenté en su consultorio, dispuesta a dejarme sacar ese cachito que molestaba, me encontré con que era mi cirujano quien tenía entonces que hacer un curso en Brasil y demoraría por lo menos otro mes en intervenirme. Me aseguró que podía esperarlo, pero que si lo prefería podía acudir a otro profesional de mi Obra Social.

Lo lamenté mucho porque el doctor me había inspirado confianza, pero como no quería seguir en la incertidumbre por tanto tiempo, acudí a la lista de especialistas y elegí, creo que por su apellido, al Dr. Bustos.

Lo primero que me agradó del Dr. Bustos fue la atención con que me escuchaba, la afectuosa consideración que me brindó y las claras explicaciones que me dio sobre los detalles de la operación que iba a soportar.

Decidí convertirme en su paciente (en todos los sentidos de la palabra) y el resultado fue el hallazgo de un tumor maligno, pero afortunadamente sin metástasis, lo que significa que tuve que aplicarme radioterapia y someterme a controles frecuentes y medicación durante más de cinco años sin que aparecieran nuevos problemas.

Cuento toda esta historia para destacar la excelente atención que recibí por parte de ambos médicos, que demostraron ser no solo excelentes profesionales sino, lo que es aun más importante, seres humanos excepcionales.

Todo lo contrario resultaron en mi Obra Social los trámites burocráticos para autorizar el tratamiento radiológico y la medicación sin cargo. Me hacían ir de una oficina a otra a tres cuadras de distancia en varias oportunidades y con largos intermedios de antesala.

Tuve que llenar y hacer llenar infinidad de formularios, sacar fotocopias en cantidades industriales, aguantar la soberbia con que se me explicaba lo inexplicable en forma confusa y contradictoria, y la falta de respeto y consideración por parte de señoritas que no tenían la menor idea del asunto.

Lo único que yo pretendía era que me devolviesen en servicios una pequeña parte de lo que a lo largo de los años he aportado y sigo aportando, no una dádiva ni una limosna.

Por supuesto Kafka, el genial autor de “El Proceso”, jamás tuvo que realizar trámites en la Obra Social para la Actividad Docente, de lo contrario hubiera escrito una novela mucho más estremecedora.

jueves, 15 de marzo de 2007

LA MEDICINA Y YO - II

DE CÓMO PERDÍ NUEVE AÑOS DE MI VIDA

Supongo que a causa de haber padecido poliomielitis en mi primera infancia, de la que no me quedaron secuelas notables, padezco desde siempre una falta de coordinación muscular que me hace caer de rodillas cada vez que tropiezo, además de no haber podido nunca aprender a bailar. Cuando se lo comenté a mi médica clínica, me recomendó ver a un neurólogo porque podía haber algún problemita circulatorio.

Obediente como soy, acudí a un neurólogo prestigioso, quien luego del electroencefalograma (vaya palabra compuesta) me dijo que no había nada importante pero que me iba a recetar un vasodilatador cerebral y que volviera a verlo un año después.

Empecé entonces a consumir Angiolit, que era el remedio que pedían en la farmacia un montón de ancianitas, y antes de cumplir el año empezaron a castañetearme los dientes y a padecer una espantosa depresión. No podía concentrarme en la lectura, que había sido hasta entonces no solo mi herramienta de trabajo sino también mi mayor fuente de placer. Nunca había tenido problemas de conducta en mis clases, pero los chicos se daban cuenta de que por momentos no sabía cómo seguir y se ponían insoportables. Después de treinta años de docencia me encontré sin saber cómo explicar el sustantivo. Cuando no tenía más remedio que viajar en ómnibus me desesperaba porque creía que no iba a saber dónde bajarme. Vivía llorando y llegó un momento en que todo lo que quería era morirme.

Volví al famoso neurólogo que se limitó a hacerme girar un brazo, me recetó Madopar y me dijo que tomara ambos medicamentos y lo volviera a ver un año después.

Por supuesto leí el folletito y me enteré de que la droga era L.Dopa, que es lo que se administra para el Mal de Parkinson. Además dejaron de temblarme las mandíbulas, lo que confirmó el diagnóstico, pero lógicamente acentuó la depresión.

La mejor prueba de que estaba realmente mal fue que en Sanidad Escolar, Departamento de Psiquiatría, me dieron licencias por un total de seis meses, hasta que no tuve más remedio que jubilarme.

Para darles el gusto a mi familia y mis amigas, que sufrían al verme sufrir, peregriné por consultorios de psiquiatras y psicólogos, aunque ya no tenía ganas de nada, ni siquiera de curarme.

Sin embargo, a lo largo de dos años de psicoterapia fui mejorando hasta superar lo peor de la depresión, pero seguí soportando la angustia de tener la espada de Damocles del Parkinson sobre mi cabeza. Aunque estaba bastante bien físicamente, mi tormento era pensar que esa enfermedad degenerativa iba a progresar hasta la parálisis y la muerte.

Esa tortura duró nueve años en los que no hacía ningún proyecto ni me atrevía a pensar en el futuro. Cambié cinco veces de neurólogo y todos me decían lo mismo: que siguiera con los dos medicamentos y volviera al año siguiente.

Finalmente tuve la suerte de dar con un neurólogo joven (mi memoria selectiva no me permite recordar su nombre), quien luego de examinarme minuciosamente me dijo: “Señora, Ud. no tiene ningún parkinsonismo. Lo que pasa es que el Angiolit le produce los síntomas que el Madopar le calma.” Así de sencillo.

En unos meses me fue bajando las dosis hasta llegar a cero y hace ya varios años que no tomo ni aspirinas y estoy increíblemente activa y extravertida. . Pero cuando le pregunté indignada cómo en nueve años ninguno de los cinco neurólogos se había dado cuenta del problema, me contestó que antes no se sabía. Claro, entre bomberos no se iban a pisar la manguera.