En la esquina de Mendoza y Avalos han construido un edificio de doce pisos sobre el terreno donde estuvo abandonada durante muchísimos años la casa de Don Manuel. También se construyó un garage sobre el terreno del vivero que daba a Mendoza y, sobre el lote de Bauness que hacía martillo con aquel, un edificio tan alto que me privó del mínimo de sol necesario para que mis plantitas sobrevivieran en el patio. Al lado, donde vivía el Dr. Cordero, una viejísima casa chorizo, se levantó también un edificio de departamentos.
Cuando mis hijas eran pequeñas, pasaban la mayor parte de su tiempo libre jugando con sus amiguitos en el zaguán o en la vereda. Su vida era muy diferente de la de los niños de hoy, sobrecargados de obligaciones, esclavizados por la computadora, la televisión y los juegos electrónicos; privados por razones de seguridad de compartir con sus vecinos el mundo que se extiende más allá de la puerta de sus departamentos.
Don Manuel era un anciano ciego que salía todas las mañanas a dar una vuelta a la manzana y se detenía a conversar en la puerta de casa con mis chicas y sus amiguitos, Dany, Ricky, Horacio y algún otro de los alrededores. Ellos se mostraban cariñosos con el viejecito y fueron sus amigos hasta que murió.
Nuestro edificio, en la esquina, estaba rodeado por el vivero de Celestino, Pepe y sus hermanos, cuyo cerco de glicinas al llegar la, primavera perfumaba toda la cuadra. La madre de los laboriosos jardineros solía sentarse a la puerta y desde allí cuidaba a los chicos que jugaban.
Una vez un exhibicionista se presentó frente a mi hija Cris, que tendría entonces unos diez años,. No dudó la buena señora en llamar a Pepe, quien salió armado de una escopeta y lo persiguió por varias cuadras.
El apellido del Dr. Cordero parecía haberle hecho elegir su profesión. Era veterinario, o por lo menos así se lo consideraba en el barrio porque no solo atendía las nanas de las mascotas de los vecinos, sino también, muy cariñosamente, a los pajaritos que le llevaban los niños y que casi siempre eran los que habían encontrado caídos en la calle.
No quiero tampoco olvidarme de Carlota y Walter, los padres de Dany y Ricky, que vivían en el primer piso de nuestro edificio. Ella fue una excelente amiga que recuerdo siempre con afecto.
Un buen día resolvió que como su hermana se acababa de operar de un cáncer de pecho, ella padecía la misma enfermedad. Fue inútil que todos los estudios resultaran negativos. Se obstinó en contradecir a los médicos y asegurar que realmente tenía su cáncer. Unos meses más tarde logró demostrar que no estaba equivocada, con el resultado fatal que era de esperar.
Walter era un sastre nacido en Alemania y dotado de un elevado nivel cultural, que nos deleitaba, a través de la ventana que daba a nuestro patio, por el gusto exquisito con que elegía la música clásica que gracias a él escuchábamos.
Por mi sentimiento de pertenencia al barrio, de solidaridad con quienes lo compartían, recuerdo melancólicamente una forma de vida que inútilmente añoro. No me quejo por cierto de los vecinos actuales, pero la relación con ellos es mucho más distante, talvez porque el ritmo acelerado de la vida actual ha multiplicado tanto nuestras obligaciones que ya no disponemos de tiempo para ocuparnos de los que nos rodean.
1 comentario:
el barrio era un perfume de glicinas
y una fiesta triunfal cuando la siesta
un mundo abierto a toda la aventura
y un encuentro fugaz con mi inocencia.
muy lindos tus versos, utopica
Ledama
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