viernes, 23 de febrero de 2007

VIEJOS VECINOS

En la esquina de Mendoza y Avalos han construido un edificio de doce pisos sobre el terreno donde estuvo abandonada durante muchísimos años la casa de Don Manuel. También se construyó un garage sobre el terreno del vivero que daba a Mendoza y, sobre el lote de Bauness que hacía martillo con aquel, un edificio tan alto que me privó del mínimo de sol necesario para que mis plantitas sobrevivieran en el patio. Al lado, donde vivía el Dr. Cordero, una viejísima casa chorizo, se levantó también un edificio de departamentos.

Cuando mis hijas eran pequeñas, pasaban la mayor parte de su tiempo libre jugando con sus amiguitos en el zaguán o en la vereda. Su vida era muy diferente de la de los niños de hoy, sobrecargados de obligaciones, esclavizados por la computadora, la televisión y los juegos electrónicos; privados por razones de seguridad de compartir con sus vecinos el mundo que se extiende más allá de la puerta de sus departamentos.

Don Manuel era un anciano ciego que salía todas las mañanas a dar una vuelta a la manzana y se detenía a conversar en la puerta de casa con mis chicas y sus amiguitos, Dany, Ricky, Horacio y algún otro de los alrededores. Ellos se mostraban cariñosos con el viejecito y fueron sus amigos hasta que murió.

Nuestro edificio, en la esquina, estaba rodeado por el vivero de Celestino, Pepe y sus hermanos, cuyo cerco de glicinas al llegar la, primavera perfumaba toda la cuadra. La madre de los laboriosos jardineros solía sentarse a la puerta y desde allí cuidaba a los chicos que jugaban.

Una vez un exhibicionista se presentó frente a mi hija Cris, que tendría entonces unos diez años,. No dudó la buena señora en llamar a Pepe, quien salió armado de una escopeta y lo persiguió por varias cuadras.

El apellido del Dr. Cordero parecía haberle hecho elegir su profesión. Era veterinario, o por lo menos así se lo consideraba en el barrio porque no solo atendía las nanas de las mascotas de los vecinos, sino también, muy cariñosamente, a los pajaritos que le llevaban los niños y que casi siempre eran los que habían encontrado caídos en la calle.

No quiero tampoco olvidarme de Carlota y Walter, los padres de Dany y Ricky, que vivían en el primer piso de nuestro edificio. Ella fue una excelente amiga que recuerdo siempre con afecto.

Un buen día resolvió que como su hermana se acababa de operar de un cáncer de pecho, ella padecía la misma enfermedad. Fue inútil que todos los estudios resultaran negativos. Se obstinó en contradecir a los médicos y asegurar que realmente tenía su cáncer. Unos meses más tarde logró demostrar que no estaba equivocada, con el resultado fatal que era de esperar.

Walter era un sastre nacido en Alemania y dotado de un elevado nivel cultural, que nos deleitaba, a través de la ventana que daba a nuestro patio, por el gusto exquisito con que elegía la música clásica que gracias a él escuchábamos.

Por mi sentimiento de pertenencia al barrio, de solidaridad con quienes lo compartían, recuerdo melancólicamente una forma de vida que inútilmente añoro. No me quejo por cierto de los vecinos actuales, pero la relación con ellos es mucho más distante, talvez porque el ritmo acelerado de la vida actual ha multiplicado tanto nuestras obligaciones que ya no disponemos de tiempo para ocuparnos de los que nos rodean.

viernes, 16 de febrero de 2007

RICARDO ROJAS

Tal vez ya no seamos muchos los que recordamos la figura de aquel gran escritor que fue Don Ricardo Rojas, que fue mi profesor de Literatura Argentina cuando yo era muy joven y él ya un anciano

Un Día del Maestro se realizaba un acto, frente al monumento a Sarmiento en el Parque Tres de Febrero. Participaba la Federación de Profesores Diplomados, ante la cual yo era delegada del Colegio del Graduados de Filosofía y Letras.

Dos compañeros y yo fuimos los encargados de llevar hasta el acto al Dr. Rojas en un automóvil destartalado que no sé quién había conseguido. Tuvimos que esperar largo rato en su casa (ahora museo) que se acicalara.

Finalmente partimos y mientras nos dirigíamos adonde iba a pronunciar su discurso y enterado el eminente político de mi modesta profesión, me increpó:

-Si es Ud. profesora de castellano, ¿por qué no se ocupa de que se deje de usar en las cartas oficiales o privadas la frase “Hago propicia esta oportunidad para...”? Las oportunidades no pueden hacerse propicias, lo son o no lo son.

Por supuesto me abstuve de aclararle que la frase de marras hacía mucho que era una antigüedad, y al llegar a destino nos encontramos frente a un espectáculo aterrador: a poco de comenzar, el acto había sido invadido por una patota de jovencitos rosistas y nazi-onalistas que agredían violentamente a la pacífica concurrencia con cadenas y palos. Muy pocos atinaban a defenderse, pues en su mayoría concurrían a estos homenajes maestras y escolares.

Nuestro coche se detuvo cerca del desorden y nos quedamos mirando azorados el espectáculo sin saber qué hacer, pero el Dr. Rojas nos asombró con su coraje. Bajó del auto y sin decir palabra se dirigió, apoyándose en su bastón, a lo más enrevesado de la pelea...

Fue tan impresionante su actitud y tanto sorprendió a los agresores que ninguno se atrevió a tocarlo mientras los zamarreaba y los instaba a abandonar la violencia. Inmediatamente bajaron sus armas y se marcharon con la cola entre las patas.

En contradicción con lo que antes había afirmado, él hizo propicia esa oportunidad para impartirnos su lección: no dejarnos dominar por el miedo y enfrentar a los violentos que nos atacan cobardemente.

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UN PAPELÓN

Leí en el suplemento de cultura de La Nación la elogiosa reseña de un libro de cuentos publicado por un importante poeta y escritor. La fotografía del autor que la ilustraba reflejaba los años transcurridos desde la época en que él y yo formábamos parte de un grupo que dirigía, o pretendía dirigir, los destinos del Colegio de Graduados y de nuestra facultad. Recordé entonces la siguiente anécdota: Se festejaba el cumpleaños de una de nuestras compañeras y, cuando la reunión no podía ser más cordial y divertida, el que llegaría a ser académico se dirigió a mi marido, único de los presentes que no lo conocía y a quien por lo tanto nunca había podido detener (como muchas veces a mí) para recitarle sus poemas en plena calle Florida . - ¿Le parece que hay ambiente como para un cuento? - le preguntó a boca de jarro. - Por supuesto - contestó el muy ingenuo, creyendo que se trataba de un chiste o de un cuento verde. Ni corto ni perezoso, el futuro genio de las letras extrajo de su portafolios un grueso fajo de manuscritos y nos endilgó la lectura de una aburridísima e interminable narración. En cuanto terminó, guardó sus papeles, se levantó y se fue. Nunca volvieron a invitarnos a una de esas fiestas.
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jueves, 15 de febrero de 2007

GENTE QUE CONOCÍ

Allá por 1945, para pagarme mis estudios y contribuir al presupuesto familiar, trabajaba como taquidactilógrafa -¡qué antigüedad!- en una filial de Bunge & Born. Entre mis compañeros figuraba el que había de ser distinguido actor director teatral, Onofre Lovero, quien a nuestros veinte años ya era un gigante en más de una de las acepciones de la palabra.

Era la época de la lucha contra la dictadura que aspiraba a perpetuarse a través de la candidatura presidencial del entonces coronel Perón. Como estudiante afiliada a la F.U.B.A, mi participación consistía en salir, luego de mis ocho horas diarias de trabajo, a marchar y gritar consignas en las manifestaciones relámpago, vender periódicos partidarios por la calle Florida, pegar obleas, etc. En esas tareas a menudo tenía que salir corriendo perseguida por los matones aliancistas o la policía, aunque nunca me alcanzaron. Me acompañaban a veces algunos compañeros de trabajo que compartían mi juvenil entusiasmo,

Una tarde fuimos, Onofre Lovero, otro muchacho y yo, a dar nuestro aliento a los estudiantes que habían tomado la facultad. Estábamos desafinando el Himno Nacional frente al viejo y querido edificio de la calle Viamonte cuando se oyó una clarinada y un grito: “¡La montada!”.

Lo próximo que supe fue que estaba a cuatro cuadras de allí, sostenida todavía en el aire por mis compañeros. No recuerdo si les di entonces las gracias a mis salvadores. Si no lo hice, valga este recuerdo como testimonio de mi reconocimiento.

En esas andanzas trabé amistad con varios compañeros de estudios que más tarde se destacarían como intelectuales. Uno de ellos era Abraham Haber, que habría de distinguirse como crítico de arte y una de cuyas anécdotas se hizo famosa.

En una ocasión en que nos perseguía la policía, acertó a refugiarse en la gran tienda Gath & Chaves, en Florida y Sarmiento. Intentando pasar desapercibido, se acercó a un mostrador y se quedó un buen rato fingiendo que elegía una camisa. Cuando creyó que había pasado el peligro, salió tranquilamente a la calle, sin darse cuenta de que todavía tenía en la mano un revólver.

Rubén Morgado no encontró nada mejor que entrar en la Facultad con una bomba Molotov y arrojarla por una ventana en la biblioteca. Por suerte alcanzaron a apagar el fuego sin que hubiera grandes daños y lo instalaron en la cárcel de Devoto.

Allí fuimos a visitarlo con un par de amigas, las hermanitas Biojout. Pasamos por una rigurosa requisa y pudimos conversar con él rejas mediante. Nos señaló a su alrededor a varios notorios ladrones y homicidas que compartían sus obligados días de descanso. Fue la primera y última vez que entré en una cárcel.

martes, 6 de febrero de 2007

UN ECONOMISTA

El Profesor Juan Manuel Sastre era uno de los colegas con quienes compartíamos interesantes conversaciones después de largas y fatigosas horas de cátedra en el Instituto Estrada, a la salida del turno tarde.

Nos reuníamos alrededor de las seis de la tarde un grupo bastante heterogéneo, siempre en la misma mesa del café de los Kochi, (unos japonesitos, alumnos y ex alumnos del colegio). Sastre pedía su café, no con el gesto habitual sino con la siguiente definición: “Un brebaje oscuro y sin gusto en taza chica”.

Una tarde nos contó que en una conferencia, un economista norteamericano se había quejado de que en su país se estaba haciendo habitual que después del trabajo los oficinistas perdieran su tiempo en los cafés. El le preguntó cuánto tiempo perdían y le respondió que en promedio 20 ó 30 minutos. En el momento en que nos lo contaba eran las 9 de la noche y seguíamos charlando tranquilamente.

Cuando era directora, se me presentaron sus alumnos a protestar porque los había insultado. Se había tomado el trabajo de calcular cuánto de los impuestos que aportábamos los ciudadanos invertía el estado en el intento de educarlos e instruirlos. En conclusión, los había declarado unos parásitos porque no se les daba la gana de estudiar.

A pesar de que busqué el diccionario para demostrarles que ese no era un insulto tan grave, teniendo en cuenta que la mayoría estaban aplazados, como no se conformaron les prometí hablar con el profesor. En cuanto me encontré con él le dije: “Por favor, Sastre, la próxima vez no les diga parásitos a sus alumnos, dígales boludos porque eso lo van a entender perfectamente".

Todos respetábamos sus amplios conocimientos adquiridos en la Facultad de Ciencias Económicas, a pesar de que nunca terminó de elaborar su tesis doctoral, y a menudo le pedíamos su opinión sobre las desastrosas políticas económicas que soportábamos.

Vivía en la casa ruinosa donde había nacido, con una hermana que dependía totalmente de él y solo se le conocía un noviazgo frustrado al cabo de varios años, de modo que podría haber sido el protagonista del cuento “Casa Tomada” de Cortázar. pero su final fue más trágico.

La última vez que tomamos un café, estaba terriblemente angustiado. Era la época de crisis llamada el Rodrigazo por el apellido del ministro de Economía, responsable de una pavorosa inflación durante la presidencia de Isabelita, hace 30 años. Lagrimeando, me preguntaba cómo podría sobrevivir con el magro salario que recibíamos por nuestro trabajo , del que nos descontaban un porcentaje para los gastos del instituto y con el que a menudo pagábamos el transporte de algunos alumnos que de otro modo no podían seguir asistiendo a clases.

Pocos días después, al regresar de un breve viaje, me enteré de que se había rociado con combustible y salido en llamas a la calle, a la manera de los monjes bonzos que en esa época se suicidaban, como él lo hizo, para protestar contra las injusticias de que eran víctimas.

viernes, 26 de enero de 2007

LA DOCENCIA

Durante más de treinta años ejercí la docencia en colegios secundarios con gran acopio de satisfacciones, pese a la escasa y a veces muy demorada retribución económica.

Después de catorce años de trabajo como suplente, gané un concurso de ingreso a la docencia. Tuve que elegir la Escuela de Comercio de González Catán, situada muy lejos de mi casa y de los colegios donde tendría que seguir trabajando.

Mis nuevos alumnos eran casi todos hijos de chacareros de los alrededores. Traían un escaso bagaje cultural de sus hogares y de la escuela primaria, pero mostraban sinceros deseos de aprender. Su actitud de respeto y agradecimiento por la enseñanza recibida no la he encontrado en escuelas con alumnado de niveles económico-sociales mucho más altos.

En cuanto me hice cargo de la cátedra inicié los trámites para conseguir un traslado, pero la burocracia tardó dos años en concedérmelo Tuve que trabajar en tres turnos: mañana, tarde y noche. Totalizaba 32 horas semanales en cinco estsblecimientos distintos, más cuatro horas diarias de traslados y el tiempo invertido en preparar clases, corregir trabajos, seleccionar lecturas y tratar de actualizarme. Como en la mayor parte de los cursos seguía siendo interina o suplente, no podía renunciar a nada porel temor de perder en cualquier momento todo lo demás.

Mis hijas declararon enfáticamente que con una docente en la familia ya era demasiado. Las tres optaron por carreras universitarias y las tres terminaron ejerciendo la docencia. No sé si la vocación es hereditaria o si influyó el haber sido testigos de las satisfacciones que en medio de tantos sacrificios me proporcionaba mi profesión.

A lo largo de los años, aprendí mucho de mis alumnos, sobre todo acerca de las mejores técnicas para copiarse en las pruebas escritas.Algunas eran muy burdas, como poner el libro abierto debajo del banco; pero hubo otras realmente ingeniosas: pegar papelitos en la suela de los zapatos y cruzar las piernas cuando suponían que no los podía ver, o engancharlos en un elástico cosido a la altura del hombro por dentro de la manga, de modo que bastaba tirar del elástico para leerlos , y soltarlo para que desaparecieran en el acto.

Llegué a estimularlos para que aprendieran a confeccionar buenos machetes, considerando que así, por lo menos, tenían que identificar los temas fundamentales, reconocer las ideas principales, elaborar esquemas de contenido y desarrollar su capacidad de síntesis. En todo caso, prefería que entregaran una buena copia y no una hoja en blanco.

En el Nacional Reconquista, un cieguito se copiaba en las pruebas escritas. Escribía en Braille con un punzón sobre una hoja de cartulina, y cuando terminaba me leía su trabajo para que lo corrigiera y calificara. El resultado era siempre excelente. Para ello tenía sobre el pupitre una pila de cartulinas y, cuando suponía que no lo observaba, acariciaba las de más abajo, donde tenía preparados en Braille los distintos temas. Por supuesto nunca me di por enterada pero creo que sabía muy bien que no me engañaba.

Una de las tareas consistía en llevar a mis alumnos a presenciar la representación de alguna obra teatral, relacionada o no con el programa de literatura.

Esperábamos luego la salida de los actores, directores y/o autores para entrevistarlos. Entre mis más gratos recuerdos figuran los abrazos con que nos recibía la gran actriz Luisa Vehil , así como una prolongada e interesantísima conversación que mis muchachos compartieron con David Viñas y Federico Luppi, sentados en la escalinata del hall, después de ver “Tupac Amaru”.

No solo nos hacían precio especial, sino que generalmente nos daban la bienvenida, porque comprendían que era la mejor manera de asegurar la formación del futuro público que tanto necesita nuestro teatro.

La mayoría de mis alumnos nunca habían pisado una sala teatral y, pese a su expectativa de pasar un rato de aburrimiento escolar, terminaban fascinados y deseosos de reiterar la experiencia.

En cierta ocasión estaba en lo más alto del teatro Cervantes con un grupo bastante especial del nacional nocturno. Viéndolos con sus pelos largos y desgreñados y su vestimenta desprolija, no pude dejar de pensar: “!Qué feos son!”

Varias filas más abajo estaba el contraste: chicos de un colegio privado , tan lindos ellos,con saco y corbata y muy bien peinados. Lástima que mientras mis vagos se dejaban absorber por el espectáculo y se preparaban para comentarlo, aquellos nenes de mamá se dedicaban, entre otras cosas, a escupir a la platea. Así fue como me curé definitivamente de ciertos prejuicios.

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Era el último día de clases en el Nacional Nocturno y los flamantes bachilleres se lanzaron a la calle, alborotando el barrio con sus cánticos alusivos. Mi hermana, que vivía a pocas cuadras del colegio, me llamó por teléfono horrorizada:

-­­­­­ ¿Sabés lo que están cantando por la calle tus alumnos?

- ¿Qué?

- ¡ Aprendí literatura con la gorda pelo...

- ¡Basta! – la interrumpí – Si aprendieron literatura, y lo reconocen públicamente, expresándolo en verso, lo

demás no me interesa.

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jueves, 25 de enero de 2007

EL PASO POR LA fACULTAD

Ya bachiller, me propuse llegar a ser escritora. Desde que a los siete años la revista infantil ”Marilú” me publicó un cuento (muy elogiado por mi familia), habían surgido mis aspiraciones literarias, incrementadas por los elogios que merecieron mis composiciones escolares Lo que parecía más lógico, era el ingreso a Filosofía y Letras, de donde se suponía que había de egresar con la capacidad de crear obras trascendentales

Al respecto, en “La Nación” del 23/1/2003, el poeta colombiano Juan Gustavo Cobo Borda dice:

“Lo que menos tiene que ver con la literatura es la Facultad de Filosofía y Letras. Porque empiezas a dar vueltas a ver qué tienes que hacer con Garcilaso. .¡Y no tienes que hacer nada, sólo tienes que leer a Gracilaso!”

Muy inteligente observación con la que, décadas antes de conocerla, coincidí en mi vida profesional, cuando les prohibía a mis alumnos memorizar libros de texto en vez de leer las obras para formar sus propios conceptos.

En mis tiempos lo normal era que las mujeres, al casarse, abandonaran trabajo y estudios para dedicarse exclusivamente al cuidado del nuevo hogar y la nueva familia. Yo nunca fui tan normal. De hecho, el matrimonio no cambió mi status como para liberarme de las ocho horas diarias de oficina, sino que embrolló más aún los horarios y, sobre todo, al ir llegando las hijas, multiplicó las obligaciones. La voluntad de completar mi carrera se mantuvo sin embargo inamovible gracias al apoyo de mi marido que, entre otras cosas, en vísperas de exámenes se levantaba a las tres de la madrugada para cebarme mate.

Estudiando y preparando trabajos en la plaza San Martín o en la sala de espera de la estación Retiro, porque en casa las nenas no me daban tregua y las bibliotecas cerraban temprano, fui aprobando por lo menos una o dos materias por año.

A causa de mi irregularidad y los frecuentes cambios que cada nuevo Consejo Directivo o Interventor introducía en el Plan de Estudios, cuando me inscribí en Literaturas de Europa Septentrional, esta asignatura había pasado de segundo a cuarto año. Los alumnos de segundo la tenían dos años después y los de cuarto ya la habían cursado dos años antes. Por lo tanto, al presentarme en la primera clase de Literatura Alemana, me encontré con que ese año era la única alumna inscripta.

El profesor alemán me dictaba sus sesudas explicacionescon un cerrado acento que las hacía ininteligibles. Cuando él se sonreía, yo también me sonreía y si se ponía serio fruncía el entrecejo; pero no entendía nada. Por suerte, al terminar cada clase me obsequiaba sus notas y así pude identificar la bibliografía, incluyendo una historia de Alemania que ostentaba la cruz swastica y un retrato de Hitler en la tapa. Haciendo caso omiso de las connotaciones nazistas de los comentarios literarios, pude preparar el examen final que culminó la aventura con un merecido sobresaliente.

Lo más pintoresco fue que como esperaba mi segundo bebé, un par de meses después tuve que informarle a mi profesor que iba a estar ausente unos días para dar a luz. Fue la primera vez en la historia de la Universidad que un profesor disfrutó de una licencia por maternidad.

Mi timidez congénita, agravada por la admiración infinita que me inspiraban profesores del nivel de Ricardo Rojas, Batistessa o Amado Alonso, mutilaron mis iniciativas y sufrí horrores cada vez que tenía que presentar una modesta monografía o responder a una pregunta. La novelista y poetisa se perdió en la selva de la literatura clásica, como ya se había perdido aquel cuento del que no recuerdo el argumento, aunque creo que trataba de las desventuras de una niña pobre.

Finalmente decidí que no sería escritora ni crítica literaria ni filóloga, sino docente, No me fue difícil, una vez aprobadas varias materias (además de las 32 con que había egresado) ganarme el título del Profesorado en Letras.

martes, 26 de diciembre de 2006

Las chicas del Liceo (Antes y después)

Mi ingreso al Liceo de Señoritas Nº 1 me permitió conocer a las que iban a ser mis amigas hasta el día de hoy. Éramos alrededor de 30 alumnas, de las cuales doce o trece todavía nos reunimos dos o tres veces por año.
Nuestras conversaciones no se limitan a evocar recuerdos. sino que suelen tener los temas más diversos porque casi todas hemos cursado distintas carreras y vivido diversas experiencias.
Entre las que ya fallecieron, la eximia pianista Flora Nudelman es la que recordamos con más pena, por el placer con que disfrutábamos de su música que me hacía olvidar el aroma a ajo de las roscas polacas que en su adolescencia solía consumir más o menos clandestinamente en el aula.
Elisa Strahm, cantante y actriz, también era la anfitriona en nuestros encuentros. y compartía generosamente mis opiniones de siempre, que no suelen coincidir con las de algunas de las “chicas”.
Yetta fue mi compañera desde 4º grado de la escuela primaria hasta terminar el bachillerato, y sigue siendo mi mejor amiga de toda la vida.
Muy distinta es la historia de mi amistad con Beatriz García. Fuimos compañeras de banco en parte de nuestro secundario e ingresamos juntas en Filosofía y Letras, donde nos convertimos en inseparables.

A los dieciocho años hacíamos cosas de chiquilinas. Unos días después de empezar las clases en las aulas de la calle Viamonte , resolvimos que no podíamos seguir sin hacer un paseo por la calle de los piringundines. Bajamos a las tres de la tarde una cuadra hasta Reconquista y caminamos un trecho observando atentamente lo que sucedía, es decir, casi nada. De pronto, por la puerta de uno de los establecimientos vimos algo que nos aterró: sentado en una silla estaba un hombre con la panza al aire mostrando una sangrante puñalada. Corrimos hasta la Facultad y no volvimos a intentar tan peligrosa expedición.

Cuando cruzábamos la Avenida 9 de Julio tomadas del brazo, una de nosotras solía cerrar los ojos, no sin anunciarlo antes a la compañera . Sin embargo, en una oportunidad ambas pasamos entre el caótico tránsito Y al llegar a la vereda recién nos dimos cuenta de que habíamos olvidado la advertencia y por lo tanto las dos habíamos cruzado a ciegas.

El padre de Beatriz era ultracatólico y muy autoritario, lo que podría explicar que en esa época ella se declarara, como yo, enfáticamente socialista y agnóstica, aunque no tuviéramos muy claro el significado de esos términos. En materia de sexualidad sabíamos algo gracias a compañeras más “avivadas” que nosotras pero en lo que se refiere a homosexualidad conocíamos la existencia de ridículos “maricas” y casi nada más.

Empezamos a frecuentar el café Florida después de clases o en las horas libres. Así conocimos a una chica de aspecto raro, algo masculina en su atuendo, con quien conversábamos de los más variados temas. Pronto empezó a intrigarnos con historias de amores entre mujeres y referencias a una de las chicas que según ella la amaba apasionadamente y le hacía regalos para conquistarla.

Un día Beatriz se me apareció demudada y me contó que en mi ausencia se le había declarado, que le había ofrecido el oro y el moro para que fuera su amante. Por supuesto ni ella ni yo volvimos a dirigirle la palabra, pero no queríamos imaginarnos lo que podían pensar de nosotras los que nos habían visto saludarnos con un beso cada vez que nos encontrábamos en la Facultad.

No volvimos a besarnos, tratamos de no sentarnos juntas en clase y poco a poco fue muriendo lo que había sido una hermosa amistad. Algunos años después alguien me dijo que había ingresado en un convento de clausura y no volví a verla ni a saber de ella.

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viernes, 15 de diciembre de 2006

HAZAÑAS DE ADOLESCENCIA

Cuando estaba a punto de culminar mi bachillerato, se me ocurrió pensar que no podía dejar el Liceo sin haberme hecho la rata y jamás haberme copiado en una prueba escrita. Por lo tanto, una mañana lluviosa me fui sola al Jardín Botánico con mi delantal y mis libros y me aburrí espantosamente. Poco después tuvimos que rendir un examen trimestral, el último del año, nada menos que de historia. Por ser una de mis materias favoritas la había cursado con altas calificaciones a lo largo de los cinco años y me sabía el programa de pe a pa. Pero tenía que copiarme ... Me dejé tentar por una compañera de otra división que en el recreo me ofreció sus machetes asegurándome que le había sido muy fácil usarlos sin ser descubierta. Al empezar la prueba puse los ilegibles papelitos debajo de la hoja y me dediqué afanosamente a desarrollar mi tema. Claro está que, como nunca me había copiado y me faltaba el correspondiente entrenamiento, cuando estuve cerca de los últimos renglones tuve miedo de tener que dar vuelta la hoja y empecé a escribir cada vez más lentamente y con letra más pequeña. Esto sin duda le llamó la atención a la profesora, quien se colocó a mi lado y esperó pacientemente hasta que no me quedó dónde poner una palabra más. Entonces levantó la hoja y revoleó triunfalmente los inútiles machetes. El resultado fue un soberbio cero en el boletín y tuve que rendir examen en diciembre. Por supuesto, aunque la nota fue sobresaliente, en justo castigo por mi estupidez, mis padres no me dejaron ir a la fiesta de egresadas.

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jueves, 14 de diciembre de 2006

Mi infancia

La mía no fue una infancia feliz porque no existía todavía la vacuna Salk que protege ahora contra la poliomielitis. Las secuelas de esa terrible enfermedad que me afectó siendo muy pequeña no me permitían participar en la mayor parte de los juegos de mis compañeritos. Mi mejor entretenimiento, el que me daba más placer, era la lectura . A los cuatro años aprendí a leer gracias a las historietas y títulos de los diarios y pronto empecé a disputar con mi hermana todos los lunes el Billiken. Los domingos, en cuanto nos despertábamos, corríamos a la cama de mis padres para leer cuentos en el suplemento cultural de “La Prensa”. Los libros que mejor recuerdo de mi infancia son los cuentos de Calleja que se compraban por diez centavos. Poco a poco, mi biblioteca se fue enriqueciendo con “El Tesoro de la Juventud”, “Las Mil y Una Noches”, “La Hormiguita Viajera” de Constancio Vigil e, inolvidable, “Alicia en el País de las Maravillas” de Lewis Carroll, que recibí como premio a la mejor alumna de segundo grado. Alrededor de los seis años, mis hermanitos y yo descubrimos que los regalos de los Reyes Magos eran depositados junto a los zapatitos por nuestros padres. En consecuencia, después de la Noche de Reyes y durante muchas noches, seguimos poniendo los zapatos y siguieron dejándonos lo que podían, casi siempre unos pocos caramelos. Mis padres no solían expresarnos su cariño con caricias y mimos, pero lo demostraron por la educación que nos brindaron a pesar de las dificultades económicas. Papá nos llevaba a menudo al parque y era proverbial su advertencia: “Todo cuesta plata menos las hamacas. ¡Vamos a las hamacas!” El ingreso a la escuela fue el descubrimiento de un mundo que me fascinó. Mis maestras supieron estimular mi afán de aprender. A ellas, sobre todo a las que más me exigieron, les agradezco lo poco que llegué a saber de este complejo mundo en que vivimos. Mi escuela no se parecía a la que disfrutan los niños de hoy. No teníamos biblioteca, ni comedor, ni mucho menos computadoras. En aquellos inviernos, el frío era terrible en las aulas sin estufas, donde tratábamos de escribir con la pluma cucharita mientras los sabañones nos torturaban. De vez en cuando, la maestra nos hacía salir al patio y trotaba un rato con nosotros para hacernos entrar en calor. Luego volvíamos a la heladera y continuábamos la clase. Mi admiración por aquellas abnegadas maestras de la escuela primaria fue sin duda lo que despertó en mí la vocación docente, a la que dediqué lo mejor de mi vida. No recuerdo sus nombres, pero aun puedo ver sus sonrisas, frente a las ocurrencias de un manojo de chiquillos. --ooOoo--